La seguridad jurídica es un principio reconocido universalmente, basado en la “certeza del derecho”. Es decir, la garantía dada al individuo por el Estado, de manera que su persona, bienes y derechos no sean violados. Panamá se distingue por ser el destino de inversionistas atraídos por ventajas competitivas en materia comercial que rentabilizan a largo plazo sus negocios, lo que es sumamente positivo. Sin embargo, no toda inversión es buena.
En estos últimos años del período de mayor crecimiento económico, hemos visto cómo se promueven proyectos perversos, caracterizados por su desprecio al ambiente, a los derechos sociales de las comunidades y los pueblos originarios en los que asientan las obras, lo que genera conflictos socioambientales complejos.
Y si a lo anterior se le adiciona el respaldo político de gobiernos plutocráticos, que manipulan, flexibilizan o desregulan las leyes para favorecer a los grupos económicos de inversión y poder, o se promueven controles normativos deficientes y –lo peor– pasan por encima del respeto a los derechos humanos, como por ejemplo, el caso del proyecto hidroeléctrico de Barro Blanco, en el que el Gobierno estipula que el promotor deberá“…definir y coordinar en detalle los derechos fundamentales de la comarca Ngäbe-Buglé…”, aun cuando estas son facultades indelegables e intransferibles del Estado, el asunto se agrava.
En estas inversiones perversas sus promotores invocan, con frecuencia, el principio de la seguridad jurídica, para defender a ultranza sus intereses. Esto da lugar a una inequidad normativa que hace que la seguridad jurídica se interprete, para garantizar los negocios, mientras se vulneran los derechos fundamentales de los ciudadanos, especialmente de los pueblos originarios y de los campesinos.
Ante esta cuestionable interpretación, debemos puntualizar que la seguridad jurídica es un principio no vinculado solo a inversiones empresariales, sino que entraña el respeto y cumplimiento de los derechos humanos, sin soslayo de los intereses de toda la colectividad. Esta es una reivindicación conceptual impostergable, que no ha respetado la actual administración gubernamental, como todas las anteriores.
Necesitamos ser congruentes en el discurso y las acciones dirigidas a garantizar la seguridad jurídica. El poder público requiere mayor voluntad para respetar los derechos humanos, desde los de primera generación: civiles y políticos; pasando por los de segunda generación: económicos, sociales y culturales; hasta los de tercera generación: de los pueblos, que contemplan el carácter supranacional como el derecho a la paz y a un ambiente sano, y así profundizar en los pasos hacia un nuevo modelo de desarrollo sostenible, con justicia y equidad social. Solo entonces hablaríamos de una verdadera seguridad jurídica.
Susana A. Serracín Lezcano
Last modified: 22/07/2015