Ellas persisten y persistirán, mientras en sociedades, como la nuestra, se mantengan las lacerantes e injustas desigualdades sociales.
Una de las deudas principales que la sociedad panameña sigue sin saldar para con sus afrodescendientes reside en la necesidad de lograr, cuanto antes, su efectiva y plena participación e integración en todos los órdenes de la vida social y con ello reconocer plenamente sus innegables aportes culturales, artísticos, sociales, políticos y religiosos, que han contribuido a la conformación de la Nación panameña. Ello exige, además, facilitar y promover una extensa, intensa y permanente difusión educativa, sobre las verdaderas causas y consecuencias de la aventura mercantil y deshumanizada que representó la trata transatlántica de esclavos, principalmente hacia las plantaciones agrícolas de América y el Caribe.
Pese a los siglos de esclavitud, explotación, opresión y discriminación a que fueron sometidos nuestros antepasados africanos ayer, a que han sido sometidos hoy, es posible asegurar sin temor alguno a equivocarnos que no existe ni un solo resquicio dentro del entramado social ni popular nacional que no haya recibido la notable influencia del quehacer vibrante de la etnia afrodescendiente o se haya mantenido exento del contacto de la extraordinaria riqueza que nos legara la africanía.
Sin embargo, múltiples, variadas y hasta sutiles formas de discriminación son padecidas aún hoy por grandes sectores de nuestra población, sin que no siempre seamos capaces de reconocerlas y revelarlas. Una de las formas más conocidas y que ilustran mejor la discriminación ha sido y sigue siendo la discriminación por el color de la piel. Y es que, evidentemente, con el fin de la esclavitud no terminaron las discriminaciones e intolerancias raciales. Ellas persisten y persistirán, mientras en sociedades, como la nuestra, se mantengan las lacerantes e injustas desigualdades sociales y económicas.
Nunca resultará fácil borrar, de ningún modo, la tragedia histórica que significó el traslado forzoso y traumático de nuestros antepasados africanos a estas tierras de América. De hombres, mujeres y niños libres, pasaron a ser considerados bestias que solo merecían ser esclavos, tener propietarios y ser vendidos como una mercancía más. Separados con brutalidad y crueldad de sus lugares de origen, por aquellos que un día entraron furtivamente a tierras americanas, fueron obligados a embarcarse en una travesía que causó, según algunos historiadores, que, de 60 millones de negros introducidos en las calas, a estas tierras solo terminaran llegando 10 millones de ellos.
Este colosal crimen contra la humanidad que duró del siglo XVI al XIX y que fuera reconocido así por la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia, celebrada en Durban (Sudáfrica), del 31 de agosto al 8 de septiembre del 2001, sigue impune y aguarda aún un examen objetivo y riguroso de las causas, consecuencias y lecciones que se desprenden de la esclavitud y de la trata negrera.
La tragedia de la esclavitud más vil, que es, en resumen, la tragedia de ayer y de hoy del continente africano, no ha terminado con el fin de la trata transatlántica de esclavos y el establecimiento de normas y leyes que, en teoría, garantizan la igualdad de derechos de todas las personas. Entre los afrodescendientes de nuestro hemisferio y del cual nuestro país no escapa, sigue persistiendo una discriminación estructural que no resulta siempre fácil de demostrar, pero que se expresa con mucha frecuencia en sus accesos al empleo, a la calidad de la educación, a su atención por los servicios sanitarios, en el sistema judicial y en la representación predominante que puebla nuestras cárceles.
La diáspora africana, que tuvo su mayor expresión con el traslado forzoso hacia América en calidad de esclavos, no ha concluido, aunque ya no se utilicen barcos ‘negreros’ y cadenas de hierro. Nuevas formas modernas de esclavitud han surgido como consecuencia de las exigencias actuales de la comercialización capitalista y del lucro desmedido. El continente africano sigue perdiendo a sus hijos en una emigración que la opulenta Europa no tolera ahora, pero que forzó en el pasado; sufre el robo despiadado de sus recursos naturales; la creciente privatización de sus mejores tierras por el capital extranjero y el aprovechamiento de su mar territorial, como en el caso de la empobrecida Somalia, para robarse sus recursos pesqueros o usarlo como depósito de basura tóxica o radioactiva.
Ciertamente con esta remembranza de nuestras raíces, de nuestra cultura y de nuestra identidad, no desaparecerán los cuatro siglos de dolor, horror y vidas sacrificadas, que una aventura netamente comercial gestada e impulsada por sociedades que se creyeron civilizadas y cultas, causaron a nuestros antepasados africanos; pero sí servirá para demostrar que nuestra etnia conserva y conservará intacta su alegría de vivir y de soñar, por un mundo de sincera igualdad y genuinamente humanos.
No hay duda alguna de que se han hecho esfuerzos nacionales para ir superando en cierta medida el legado que nos dejó la esclavitud y el racismo estructural que aún hoy subsiste. Sin embargo, es evidente que lo hecho hasta ahora es totalmente insuficiente. Persisten desigualdades y discriminaciones bien definidas, resultado de modelos de desarrollo excluyentes y de la ausencia de políticas sociales conducentes a garantizar los derechos y accesos plenos a la educación, salud, trabajo y seguridad de los afrodescendientes.
Por: Pedro Rivera Ramos
Gráfico: RomiaNyan
Last modified: 03/06/2017