Panamá, según el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) ocupa el duodécimo lugar entre los países del mundo con la peor distribución del ingreso y en América Latina y el Caribe, el segundo, si atendemos a la CEPAL. Es también considerado como uno de los países con mayor ingreso per cápita de la región, con un crecimiento económico promedio anual que, desde hace muchos años, supera al de los demás países latinoamericanos y que entre el 2023 y el 2024, el Banco Mundial la ve crecer al 5.7- 5.8%, cuando en ese mismo período la América Latina lo hará al 1.3-1.4 y 2.4%. Lo curioso también aquí, es que ese crecimiento parece que no es afectado en lo más mínimo, por el hecho de ser considerada desde hace algunos años por la Unión Europea, como un famoso paraíso fiscal.
Es, sin lugar a dudas, un país que genera mucha riqueza, pero que desafortunadamente la termina distribuyendo con una desigualdad vergonzosa. Esto dicho en otros términos viene a significar, que su crecimiento económico profundiza las inequidades sociales y económicas existentes, en lugar de contribuir a superarlas o reducirlas de modo considerable. Aquí, cuando por un lado, un poco más de un centenar panameños privilegiados acumulan una fortuna escandalosa de casi 20,000 millones de dólares, existen por el otro, más de un millón de ciudadanos viviendo en la más dolorosa pobreza, es decir, 1 de cada 4 panameños es pobre. En el informe de la FAO del 2022 “El Estado de la Seguridad Alimentaria y la Nutrición en el mundo”, se puede leer que en Panamá existen 700 mil panameños sin acceso a una dieta saludable y 200 mil padecen hambre.
Parece inexplicable que el hambre sea la principal causa de mortalidad de un mundo, que por año bota en la basura más de un de un tercio de la producción mundial de alimentos y que produce 60% más de los alimentos que necesita. En el caso de Panamá, este desperdicio de alimentos en su principal ciudad, se estima que alcanza las 335 toneladas diarias. Por eso debe extrañar y hasta alarmar, que a pesar de los cientos de miles de panameños que padecen hambre diariamente y que cada cuatro días uno muere por ello, en el control fronterizo de Milla 21, en Guabito, Bocas del Toro, a principios de junio de este año, se retuvieron y destruyeron 25,000 plátanos verdes, bajo el argumento del contrabando y supuestamente para prevenir el ingreso del hongo fusarium R4 al territorio panameño. Nos parece que este cargamento merecía un análisis más profundo y un destino mejor, porque se conoce que los frutos de las musáceas (plátanos y guineos), no son portadores del hongo y su consumo no afecta la salud de los seres humanos.
La indolencia aquí mostrada ha ocurrido otras veces y con otros productos agrícolas. Claro que hay que combatir el contrabando y proteger a los productores agropecuarios y sus cultivos agrícolas; cosa que no pareció preocupar antes a algunos, cuando se negociaban y aprobaban más de una veintena de tratados de libre comercio, sobre todo el más perjudicial y nefasto con los Estados Unidos, al que todavía hoy se tiene la esperanza de renegociar.
Precisamente para proteger la producción agropecuaria nacional, es necesario no solo exigir con firmeza la revisión del Tratado de Promoción Comercial con los Estados Unidos, sino, además, restablecer el papel rector del Estado para la estabilización y control de los precios de los alimentos y servicios básicos; procurar la producción de alimentos baratos, accesibles y saludables para la población; elevar a rango constitucional el Derecho a la Alimentación de los panameños y panameñas. De igual modo, es necesario fomentar la producción y productividad sustentable de los principales cultivos alimenticios; dotar de infraestructuras y financiamiento a organizaciones de productores, para que sean ellos los que controlen directamente la comercialización de sus productos; impulsar una auténtica política económica y agropecuaria que fortalezca la seguridad y soberanía alimentaria.
En este país que algunos pocos privilegiados pueden llamar con gran ligereza y mucha superficialidad, “un gran país o un país de oportunidades”, porque su prosperidad la perciben segura y sin amenazas y por la majestuosidad y opulencia que exhiben los edificios construidos y en construcción en la región metropolitana; tienen tendencia a ignorar que el 54% de la población rural y el 95% de la indígena es pobre; que más de medio millón de panameños se encuentran atrapados en el trabajo informal; que 120 mil no tienen ni han tenido electricidad; que 500 mil niños son pobres según cifras del 2016 y que casi 400 mil panameños carecen de agua potable e instalaciones de saneamiento (esto sin contar a los que por semanas y hasta por meses no les llega y se ven obligados a protestar).
Sin embargo, en este país de tan grandes, profundas y lacerantes desigualdades, habría que preguntarse, ¿por qué el presupuesto aprobado de más de 32,000 millones de dólares para el 2024, no pondrá fin a tanta injusticia ni las atenuará de manera significativa? La respuesta que aquí se obtenga, serviría para comprender mejor, que cuando más penuria y dificultades económicas pasaba el pueblo panameño, durante la emergencia sanitaria de la CoVid-19, según la Superintendencia de Bancos de Panamá, hasta octubre de 2022 los activos del Centro Bancario Internacional, crecían en 6,092 millones de dólares y las utilidades netas acumuladas del Sistema Bancario Nacional en 1,206.4 millones de dólares.
Naturalmente que la crisis y las injusticias en Panamá no son solo de carácter económico. También alcanzan y rebasan los ámbitos sociales, éticos y culturales. Aquí es notable que, junto a los altos niveles de desigualdad e injusticia social, prevalezca un alto nivel de corrupción, de lo que se ha dado en llamar la clase política panameña, que amplios sectores de nuestra población, sometidos al más cruel y denigrante analfabetismo político y a la manipulación de muchos medios de comunicación, terminan tolerando, justificando y hasta explicando, bajo la frase “nadie compra huevo para vender huevo”. Esa crisis ética y cultural es la que nos permite explicarnos, los comportamientos clientelistas de muchos electores panameños.
Asimismo, la sociedad panameña diariamente es estremecida por actos de violencia y de muerte que, con una alta dosis de crueldad y sadismo, no se detienen ante clase social, grupo humano, barrio o comunidad, ni edad de las víctimas. Nadie está seguro en ningún lugar ni en ninguna parte. Lo mismo usted es atacado en la tranquilidad de su hogar, en un centro comercial, en su auto, en las paradas del transporte colectivo o en el interior de los mismos. No hay límites para la delincuencia y el crimen. En el pasado ninguna mano, ya fuera blanda, suave o dura, pudieron contenerlos o frenarlos, hoy parece que, pese a los frecuentes, constantes y mediáticos operativos policiales, tampoco se podrá lograr.
Es evidente que una sociedad que se construye con este escandaloso y creciente nivel de desigualdades y de injusticias, es insostenible. Sus grandes mayorías que han estado condenadas a la desposesión por mucho tiempo, ya no tiene mucho más que perder. Ahora han de darse la oportunidad de imaginar una sociedad más justa, basada en el reparto de sus bienes y que tenga el valor de atacar las verdaderas causas estructurales, responsables de tanta inequidad entre los panameños. Cuando eso ocurra y ese sueño se haga realidad, la nación próspera y abundante por la que tantas generaciones pasadas han luchado, habrá valido la pena.
Por: Pedro Rivera Ramos. Periodista, escritor, cineasta y ensayista panameño.
Last modified: 20/08/2023