Es preciso que el imperativo masculino secularmente impuesto y que legitima las agresiones psicológicas, físicas y sexuales contra las mujeres, cese ya. Es hora de barrer por completo con el nefasto orden patriarcal, que justifica y sostiene relaciones de subordinación y dependencia contra las mujeres y una falsa, absurda y anacrónica superioridad masculina.
No hay duda que la mujer ha alcanzado grandes logros y no pocos avances en el ejercicio de sus derechos y en la igualdad con sus semejantes. Pero esa mujer que ha sido inspiración permanente de poetas, crucial en la caída de imperios poderosos y que ha sido capaz hasta de fundar naciones, sigue aun confrontando en la actualidad, no solo grandes obstáculos para su integración y desarrollo plenos, sino soportando grandes injusticias y no pocas desigualdades.
En el mundo de hoy dos de cada tres personas analfabetas son mujeres y el 60 % de los pobres están constituidos por ellas. Siguen siendo las principales víctimas del desempleo, del empleo precario y de las agresiones familiares; de los salarios injustos y el estereotipo de las profesiones; de las limitaciones a la participación política y a la preservación de su salud reproductiva.
Una de las lacras más infames que padecen las mujeres, son las agresiones y maltratos machistas y misóginos que sufren por su género. Ello evidentemente es reflejo de una compleja problemática que rodea y determina los actos violentos contra las mujeres y cuya solución pasa primeramente, por comprender las claves que los sostienen socialmente. El maltrato hacia las mujeres sigue haciendo de nuestras sociedades, conglomerados humanos injustos y desiguales.
De allí que nada será nunca suficiente, para profundizar en la necesidad de la visibilidad y sensibilización social, hacia el cada vez más extendido problema de la violencia contra las mujeres. Violencia que en ninguna de sus formas y manifestaciones: física, sexual o emocional, representan hechos de carácter aislado o están desprovistas de una serie de mitos y prejuicios, que aún en nuestros días, suelen dificultar la comprensión a plenitud de esta realidad como un verdadero problema social y de derechos humanos.
Este fenómeno cultural, social y económico de alcance universal y que solo a fines de la década de los 80 comenzó a adquirir la prioridad que merecía, fue catalogado recientemente por la Organización Mundial de la Salud (OMS), “como un problema de salud global de proporciones epidémicas”. Y es que las cifras son tan alarmantes como aterradoras y alcanza no sólo los hogares y los centros laborales; sino también los centros de estudio y la vida pública y política de las mujeres. Así, de cada 3 mujeres en el mundo, una ha sido víctima de maltrato físico o sexual, por alguien a quien conocen o en quien confiaban; mientras que en el 99% de los casos, es el hombre el que ejerce esa violencia sobre la mujer. Todo ello en un mundo marcado predominantemente por la violencia y que según el Informe “El Progreso de las Mujeres en el Mundo 2011-2012”, todavía existían 603 millones de mujeres y niñas viviendo en países, donde no existe protección alguna frente a la violencia doméstica y otras 2,600 millones, donde la violencia conyugal no estaba penalizada.
En nuestro país, la situación no resulta muy distinta a lo que acontece en otras latitudes. Según cifras de la Defensoría del Pueblo y otras fuentes, desde el 2009 hasta el año 2014, 357 mujeres habían muerto de manera violenta y de ellas, más del 65% de sus muertes habían sido consideradas como feminicidios.
Es evidente que las diferentes formas que adquiere la violencia contra las mujeres, tienen entre sus principales causas directas, expresiones inequívocas de discriminación, opresión y de inequidades de género. Pero todo ello descansa, es bueno saberlo, en las desigualdades que históricamente se han ido configurando, a través de las estructuras sociales y de poder, que la humanidad ha venido construyendo y que explican, en gran medida, las diferencias marcadas en los roles sociales entre los hombres y mujeres. De ese modo, es que se sostienen las inequidades en los diferentes ámbitos humanos y se perpetúan las relaciones de explotación, violencia, dependencia y abuso hacia las mujeres.
Cuando han transcurrido casi 17 años desde que la Asamblea General de las Naciones Unidas, declarara el 25 de noviembre como Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, no hay duda que se pueden constatar algunos avances y progresos en esa dirección y en la superación de las marcadas desigualdades que se tienen con los hombres, en las esferas laboral, familiar y social. Sin embargo, en el caso de nuestro país, queda mucho por hacer todavía en el terreno legal y laboral; en la creación de centros de atención especializados; en la prevención primaria; en las políticas públicas y en la lucha contra el sexismo predominante en nuestros principales medios de comunicación y agencias de publicidad. Asimismo, urge profundizar en las causas, consecuencias y factores de riesgo, que hacen de la violencia hacia las mujeres, un instrumento de control y dominación social.
No existe ámbito de la vida social, económica, política o cultural de nuestras sociedades, que estén libres de este flagelo. Es justo reconocer que ni siquiera las universidades están, ni han estado, exentas del mismo. A diferencia de muchos otros países, en el nuestro, pareciese que no contamos con muchas investigaciones sobre violencia de género en el espacio universitario. Lo cierto es que el no reconocimiento de la existencia de este problema en nuestras universidades, no significa en modo alguno, que no exista. Encararlo y descubrir sus manifestaciones; así como construir una guía de prevención y atención de la violencia de género en las universidades, debiera representar en lo inmediato, una tarea urgente a asumir cuanto antes.
Es necesario que toda la sociedad brinde a este problema el valor y la importancia que merece. La violencia contra las mujeres es un fenómeno complejo que tiene impactos en diferentes ámbitos de la vida social. Hay impactos a nivel individual, comunitario, familiar, en la sociedad en general y en la salud física o mental, en particular. Esa violencia provoca miedos, inseguridades, baja la calidad de vida y problemas graves de convivencia. El Estado panameño debe plantearse políticamente y con criterios de justicia social y de género, la erradicación de las diferentes formas de maltrato hacia las mujeres, que vale recordar, son las responsables principales de asegurar la supervivencia de las familias.
Es preciso que el imperativo masculino secularmente impuesto y que legitima las agresiones psicológicas, físicas y sexuales contra las mujeres, cese ya. Es hora de barrer por completo con el nefasto orden patriarcal, que justifica y sostiene relaciones de subordinación y dependencia contra las mujeres y una falsa, absurda y anacrónica superioridad masculina.
Por: Pedro Rivera Ramos
Last modified: 28/11/2016