Coqui: Las piedras. Me fascinan ciertas piedras. Me resisto a creer que son realmente inertes, que no tienen sino forma, si acaso coloración y peso. Hasta sospecho que algún poder ejercen sobre los “orgánicos” que andamos cerca. En una esquina de nuestra casa tienen su lugar las pequeñas piedras que suelo traer, tras un viaje, en un bolsillo, en la maleta.
Las últimas en llegar fueron dos de la vivienda de adobes donde nació mi padre, en Reico, en los Andes limeños –hasta allá viajamos en travesía familiar en junio, por vez primera–. Más otra, de las playas de Isla Gobernadora, que Yves Leblet había recogido y a la que solía manipular disfrutando de su textura. Valérie –su esposa–, me la entregó en recuerdo del amigo querido que hace poco siguió viaje. Sentimiento, amuleto, llave a algo quizá inefable… cuánto puede significar a veces, una sencilla piedra.
Pero entre todas, dos piedras me asombraron recientemente: el “batán” y su “mano” o “chungo”, en el patio de la casa de la familia Díaz en la comunidad de Masintranca, en la sierra norte del Perú (su foto abre esta Luna Llena). Ambas ocupaban un lugar preferencial del patio de Donatila y Sergio Díaz quienes, con su familia y durante cuatro días, nos brindaron cálida hospitalidad y exquisitez de comidas –preparadas en su mayoría con productos cultivados por ellos–. Hasta allá llegué en compañía de amigos de la Red de Bibliotecas Rurales de Cajamarca.
Como suele ser en campos como aquellos, aunque ya haya llegado la electricidad y una licuadora se pueda comprar: al batán no lo desplaza nadie.
Mallki: Me reconozco y encuentro mi identidad profunda en tu relato, Coqui. Desde tiempos pretéritos y hasta el presente, el batán acompaña a las mujeres andinas en la preparación de los alimentos: sea la molienda de los granos de maíz para preparar los tamales o de las hojas de paico para hacer el caldo verde –a la manera acompasada de mi prima Meche–.
Aquí, las “moledoras” de nuestra Luna Llena haciendo vibrar sus batanes y, en ellas el homenaje a todas las mujeres que sostienen esta tradición ancestral:
Las señoras Donatila Díaz (Masintranca) y Mercedes Marreros Chupillón (Huambos)
En los hogares de mi familia, el batán es un artefacto presente y de uso cotidiano; pero hay uno de ellos al que la memoria afectiva le asignó un estatus superlativo: el de mi bisabuela Carmen Fernández que, dadas sus inmensas dimensiones, se quedó en la comunidad abrazado por la hierba; guardianando en las alturas de la sierra, lo que queda de la que fuera su vivienda. Para mí, ese batán es una wak ́a, algo sagrado que me conecta con mi linaje femenino, al que siempre retorno y al que, hace unos años, he inmortalizado en poesía:
Adobes y piedra
Útero materno
que en simbiosis
con el paisaje de la sierra la vida de mis antepasados protegiste.
Libro familiar escrito en muros de adobe, hoy… vestigios,
que la historia de los míos evoca.
Desde tus cimientos mi sangre me convoca
a enraizarme en esa tierra
y a encontrarme
en el pétreo batán que desde décadas espera que nuevas manos activen su memoria.
Coqui: Sin duda la poesía siempre pone las cosas en su lugar. Fíjate Mallki que, hoy en día y con herramientas eléctricas que facilitan trabajar la piedra, se “hacen” batanes que hasta se ofrecen en línea… pero me tinca que buena parte de los que hay en uso provienen de Natura: piedras horadadas por el agua, cantos rodados de los ríos. Y si vives en lo rural: prepárate, porque, a menos que te mudes lejos, puede tocarte en suerte heredar un batán, de tal vez cientos de años en uso.
Vale mencionar que Cesar Riveros, amigo buen conocedor del runasimi o quechua, me cuenta que por los lados de Paucartambo, Cuzco, al batán se le llama “marán” o “maray”; y “tunahua” a la piedra grande con que se muele. “Ccollota” es la piedra pequeña, manipulada con una sola mano, usada cuando se trata de moler poca cantidad.
De México a Costa Rica –a veces entra a Panamá–, se usa el metate (del náhuatl, “metlate”), plancha de piedra pulida con 3 o 4 patas, que como “mano” usa un rodillo ciíndrico, también de piedra.
Mallki: Es verdad. El uso de esta herramienta lítica trasciende la región andina y también su carácter utilitario. Debe ser uno de los instrumentos más antiguos a nivel global. En un artículo sobre el tema, el historiador y escritor de la Nación Muchik, Javier Solís Salcedo, evoca la memoria de su abuela y nos recuerda: “[…] al ritmo del batán y del chungo se sumergía en una profunda concentración. De su accionar no sólo salían agradables alimentos molidos sino también sacralizados”. “ ́Lo sagrado ́ no era algo adventicio, sino el centro de la vida humana”.
Coqui: Una amiga, Yaya, me relató una historia muy simpática con batanes, que aconteció hace 65 años: “Se casó una tía” –escribió–, “cuya familia vivía en una chacra grande, en Chincha Baja [sur de Lima]. Por aquel entonces, los festejos de un matrimonio duraban una semana y participaba todo el pueblo. La costumbre consistía en que el primer día, luego del matrimonio civil y religioso, el agasajo era en casa de la novia. Al día siguiente, donde el novio. Y así, se
alternaban. Yo tendría unos nueve años. Dos días antes ya estaban hombres y mujeres, mis tíos abuelos, preparando todo lo relacionado a los alimentos que se servirían.
Me impresionó la fila de aproximadamente ocho batanes dispuestos sobre adobes –a manera de mesitas sobre el suelo–. Eran bajos y por delante había una especie de almohadillas, donde se sentaban las mujeres que iban a moler. A mi gustaba mucho observar en silencio todo ese movimiento. A veces, algún mayor me decía “Quítate, sal de aquí”, a lo que mi tío o tía abuela solían responder: “Déjenla. Ella no fastidia, ni molesta; está aprendiendo“. Eso me hacía muy feliz.
En un marco de alegría, en el que el calor se calmaba con vino y chicha de jora, se vivenciaban los principios ancestrales de solidaridad y complementariedad. Todo se disponía ordenadamente: los sacos de ajos, de ají amarillo fresco, de ese ají amarillo seco que se llama “Mirasol”, de rocoto. También los atados de hierbas: culantro, chinchu, huacatay… Y otras grandes cantidades de comino y pimienta. Cada batán estaba destinado para un producto diferente. Desde tempranas horas, las jóvenes que iban a moler, las “moledoras” se hacían presentes. Junto a cada batán se colocaba lo que se iba a moler más un recipiente de cerámica con agua y un cucharón pequeño. Era impresionante verlas una a una, ocupar su lugar.
Entre risas y conversaciones se iniciaba la molienda. Así, todo el lugar tenía una vibración y un sonido especial: durante horas, el ruido de los brazos de piedra sobre los batanes se mezclaba con el de las voces y las risas. Había que abastecer de alimentos molidos a las imparables e incansables “cocineras”. Si las “moledoras” eran “especializadas y expertas”, las cocineras lo eran mucho más…
Ahora no se escuchan esos sonidos; sólo hay ese ruido horrible de las licuadoras y moledoras eléctricas. Una penita para las o los que disfrutamos de esas costumbres.”
Mallki: Las culturas son dinámicas y, en ese flujo de cambios y continuidades, los batanes, como bien dice Yaya, han visto restringido su uso doméstico. Sin embargo, no desaparecieron y creo que no desaparecerán jamás por dos razones:
Por un lado, la energía mineral de la piedra da a las comidas un sabor peculiar. Eso explica la supervivencia del batán a otros artefactos modernos como el molinillo manual, la licuadora o la procesadora. Por el otro, esta herramienta milenaria tiene una fuerte connotación cosmovisional: el batán y el chungo son un claro ejemplo del principio andino de complementariedad. Y es que, para cumplir su función de molienda, se necesitan indefectiblemente el uno al otro. Y eso también es aplicable a otros bienes culturales sobre los que escribiremos en una próxima Luna Llena.
Por: Jorge L. Ventocilla, desde la esquina del río Chagres con el Canal, Panamá; e Isabel M. Álvarez, desde la costa de la Patagonia argentina.
Luna Llena en los Andes: agosto del 2024
Last modified: 20/08/2024