Cada 14 de marzo desde 1997 las comunidades afectadas por represas celebran el Día de Acción Internacional contra represas y por los ríos, el agua y la vida, llevando a cabo movilizaciones y acciones que revindican su derecho a los ríos, los territorios y a defender sus formas de vida ante la amenaza de desaparecer como las agricultoras que siembran en las riberas de los ríos, las pescadoras artesanales o las barequeras que extraen pelusas de oro de los ríos sin químicos.
Desde la primera hidroeléctrica que se construyó en América Latina en México hemos presenciado, continuamente, que los impactos de la construcción de este tipo de proyectos suelen socializarse con las comunidades aledañas, ya que los beneficios de la comercialización de energía eléctrica se privatizan.
La construcción de un megaproyecto hidroeléctrico genera ipso facto un impacto sobre la naturaleza que conlleva a una afectación irreversible de la vocación productiva, dado que las riberas de los ríos suelen ser las tierras más fértiles donde se cultiva por el arrastre de minerales del cauce, ejemplo de ello son las tierras que quedaron bajo las aguas de la represa Betania o El Quimbo en el río Magdalena. En el caso de los pequeñas centrales hidroeléctricas y proyectos asociados existen historias poco contadas que nos recuerdan la necesidad de propender por una toma de decisiones mesurada sobre nuevos proyectos. En el departamento de Caldas, por ejemplo, para repotenciar la hidroeléctrica La Miel se construyó un túnel para trasvasar las aguas del río Manso lo que significó la desaparición de 22 quebradas de las que la mayoría no pudo recobrar su cauce después de muchos años. La respuesta de la empresa ISAGEN fue considerar que debía transformar la dificultad en una oportunidad -para la empresa-, por lo que procedió a comprar las fincas que se quedaron sin agua dejando en la región los pasivos generados por el cese de producción agrícola de por lo menos 350 hectáreas lo cual afectó toda la dinámica económica regional.
En el Tolima, con el proyecto Hidroeléctrico Amoyá, el país asistió al primer proyecto de su tipo en emitir Certificados de Reducción de Emisiones – CERs, es decir, además de recibir utilidades por la generación de energía también se recibe dinero por la comercialización de los CERs, lo cual es criticado por representar una falsa solución a la crisis climática pues una empresa situada en el norte global puede comprar CERs sin tener que modificar su proceso productivo para contaminar menos, pero en las cuentas finales entre lo que contamina y los certificados que compra aparecen como una empresa responsable con el ambiente. Estos certificados que tomaron vigencia con el protocolo de Kyoto representan una versión estilizada de “el que contamina paga” pero con lo que paga no resuelve el problema de contaminación. Adicionalmente, este proyecto (Amoyá) cercenó el caudal de más de 70 quebradas afectando la producción agrícola de la zona. No es aceptable por tanto que un proyecto cuya operación y construcción afectó drásticamente a comunidades y el ambiente pueda comercializar CERs.
Queda en evidencia que el problema de fondo es la lógica economicista con que se construyen los proyectos: menos inversión con máxima rentabilidad, haciendo uso del lavado de imagen verde al intentar mostrar que los proyectos hidroeléctricos son una energía renovable, esto a pesar de que nadie en el mundo se ha bañado dos veces en el mismo río.
La generación de energía está orientada por el lucro y la rentabilidad del negocio. El modelo energético actual se basa en el derroche. Entre más se derroche energía más oportunidades de inversión y negocios se generan y más se justifica la construcción de nuevos proyectos para atender las “necesidades”.
Una premisa clara para enfrentar la crisis climática que nos agobia como humanidad es que se produzca la energía necesaria para tener condiciones de vida digna y no para satisfacer las necesidades del mercado, por tanto, la transición energética justa que propone el gobierno colombiano, y los vecinos de la región, debería mostrar con claridad la ruta hacia la reducción del consumo sin quedarse en el eufemismo de la eficiencia energética, efectivo técnicamente pero limitado para enfrentar la crisis que nos agobia.
La Transición Energética Justa no debe quedar en manos de gobiernos ni empresas, debe tener aportes claros de todos los sectores. Establecer metas de reducción de consumo será necesario pero promover la sobriedad energética de los gobiernos será una política decisiva para transformar la cultura alrededor del uso de la energía. El compromiso de austeridad energética de la ciudadanía en general será lo que someta a las empresas y demás actores a tomarse en serio la crisis de civilización, obligándolos a que depongan su interés netamente economicista y se situén en el centro de la discusión la vida humana y no humana.
Ahora bien, los ríos tienen agua porque hacen parte de una cuenca. Perder la visión de las cuencas la ha puesto en franco deterioro, y con ellas a los ríos. Es común por ello que en cada lugar de Colombia y de la Abya Yala, estemos asistiendo a una reducción de caudales de los ríos, aquellos ríos caudalosos donde se nos iba la pelota y nos divertíamos creando misiones para rescatarla, se convirtieron en hilos de agua o cauces cercenados donde muchos de los municipios vierten, sin pena ni gloria, sus desechos y aguas servidas. Los padres y madres que en otrora rescataron las pelotas hoy prefieren que sus hijos e hijas jueguen alejados de los ríos porque están contaminados.
Cambiar esta realidad implica cambiar la forma en que se han tomado las decisiones y para eso resulta significativa la historia. Por ejemplo, el caso de la represa Anchicayá que cuenta con 154 MW de capacidad instalada al superar su vida útil. La empresa española Unión Fenosa optó en el 2001 por derramar más de 500 mil metros cúbicos de lodos tóxicos sobre las familias asentadas aguas abajo de la represa. Las familias tuvieron que presenciar como sus casas y cultivos quedaron cubiertos por meses con lodos tóxicos que provenían del fondo del embalse.
Sí, las represas tienen una vida útil bastante limitada y lo que pasó en Anchicayá profundiza la preocupación frente al futuro de los proyectos hidroeléctricos de los que muy pocos quieren hablar incluso en los Planes de Mitigación Ambiental no queda claro que hacer frente a este tema lo cual debe ocupar un lugar prioritario en la hoja de ruta de la Transición Energética Justa que hoy se plantea.
Una situación complementaria se presentó con las decisiones alrededor de Hidroituango donde los negocios también se sobrepusieron a la lógica de la vida en el cañón del río Cauca. La empresa que se ufana por tomar cada acción, desde 2018, para salvar a las comunidades aguas abajo, fue la misma que le mintió a la Autoridad Nacional de Licencia Ambientales: empezó a construir un túnel sin haber hecho el trámite debido de modificación de la licencia ambiental. Esta actuación deliberada da cuenta que fue secundario el riesgo que esto implicaba para las comunidades aguas abajo, lo importante era cumplir con el cronograma de la obra, peor aún es que la decisión se derivó del hecho de haber taponado los túneles de descarga que tenía el diseño preliminar del proyecto, hecho que aumenta el riesgo y los costos de clausura del proyecto cuando cumpla su vida útil. De hecho, ante la contingencia de 2018 la solución más factible para mitigar totalmente el riesgo de la Hidroeléctrica era el desembalsamiento de las aguas, pero con los túneles de descarga taponados se tornó en una opción inviable. Allí tampoco pensaron en las comunidades.
El eslogan empresarial de “primero la gente” se torna aún más complejo si recordamos el asesinato selectivo de líderes y lideresas y las masacres en la zona de influencia de las hidroeléctricas. Los kilovatios limpios de los que usualmente hablan sus promotores no existen, es energía que se impuso derramando sangre y desplazando forzadamente a millares de familias campesinas. Más de 100 masacres ocurrieron en la zona de Hidroituango, más de 100 en la de Urrá I, más de 20 en Hidrosogamoso, más de 600 líderes fueron desplazados y asesinados del Oriente antioqueño en especial los que conformaron Movimiento Cívico del Oriente Antioqueño a quienes a pesar de exiliarse los asesinaron en ciudades como Cali, una persecución que superó más de una década.
En países como Honduras, Berta Cáceres fue vilmente asesinada por los constructores de pequeñas represas en el Río Blanco así como otros integrantes del Copinh, en Guatemala más de 400 hombres y mujeres indígenas fueron masacrados para imponer la represa Chixoy y así la cuenta de asesinatos selectivos se traslapa en Perú, Brasil, El Salvador, México, Chile, Argentina, Ecuador, Panamá, etc, donde las comunidades han intentado organizarse para rechazar hidroeléctricas y megaproyectos extractivos en sus territorios y para actuar frente a la impunidad que rodean los inúmeros hechos victimizantes. No es un asunto menor, no hay que perder de vista que las hidroeléctricas desplazan más gente que la guerra.
Por estas razones son justas y pertinentes las acciones y movilizaciones que se adelantan el 14 de marzo, vistas como una oportunidad para construir la paz territorial mediante la adopción de las propuestas de las comunidades afectadas por represas. En el país el Movimiento colombiano Ríos Vivos decidió movilizarse el 14 de marzo y todo el mes de marzo en lo que ha denominado por trece años consecutivos la Jornada Nacional en defensa de los territorios, obedeciendo a la realidad de cada territorio. Frente a las nuevas hidroeléctricas vale la pena atender su propuesta de que los Estudios de Impacto Ambiental evolucionen y adelanten estudios de costo beneficio aplicando metodologías de le economía ecológica a la hora de validar los impactos y guiar así una toma de decisiones consecuente en el marco de construcción de la Transición Energética Justa, de los pueblos y para los pueblos.
¡Aguas para la vida, no para la muerte!
Por: Juan Pablo Soler Villamizar
Fuente: Revista Raya
Last modified: 21/03/2023