En las montañas del sureste mexicano las mujeres zapatistas tejen su propia lucha. Dos de ellas, nacidas en diferentes generaciones, comparten un poco de su historia. Sus relatos muestran los avances en la igualdad de género y las batallas que han librado en un país en el que se asesina a siete mujeres cada día.
Las anfitrionas del encuentro de mujeres que luchan leen su discurso de bienvenida./ Blanca Juárez
Caracol Morelia, Altamirano, Chiapas. Al interior del alzamiento indígena zapatista hay otra rebelión: la de sus mujeres. Y esa lucha, como dicen ellas, avanza según su modo, su lugar y su tiempo.
“La rabia por las chingaderas” desde hace siglos cometidas por colonizadores y mestizos las llevó al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Y la desigualdad, que no termina, las mantiene en inconformidad.
Antonia y Mayra, separadas por tres décadas de vida, encarnan la subversión de lo cotidiano. Ellas y otras 2 mil zapatistas se reunieron con unas 5 mil mujeres de todo el mundo, del 7 al 11 de marzo pasado, en las montañas del sureste mexicano.
Apartaron a los hombres de sus días, se alejaron de sus comunidades, ciudades y rutinas. Crearon un mundo pasajero en el Primer Encuentro Internacional, Político, Artístico, Deportivo y Cultural de Mujeres que Luchan, convocado por las zapatistas.
Cada mujer y cada comunidad de mujeres pudo comparar los avances, obstáculos y formas de lucha por la igualdad de género. Muchas calificaron el encuentro como histórico. Nunca antes, a llamado de una organización opositora al capitalismo, se había concentrado tal cantidad de mujeres de tantas partes del mundo.
La reunión se llevó a cabo en el Caracol Morelia. Un caracol zapatista es una unidad de autogobierno, el centro administrativo de una región de municipios autónomos. Hasta ahora se han conformado cinco: además de Morelia, La Realidad, La Garrucha, Roberto Barrios y Oventic.
La convocatoria, emitida en diciembre de 2017, subrayaba que los hombres no estaban invitados. A pesar del aviso, muchos se presentaron, así que acamparon en las afueras. No pudieron ingresar a la vasta sede, conformada por auditorios, aulas, escenarios, cocinas, galerones que sirvieron de dormitorios, baños, regaderas y una explanada.
También estuvieron fuera del caracol los hombres zapatistas, quienes se dedicaron a cocinar los alimentos para sus compañeras. El primer día se les quemó el arroz.
La victoria de las zapatistas
Uno de los partidos de fútbol celebrados durante el encuentro./ B.J.
Las indígenas de Chiapas llevan más de 500 años soportando vejaciones, desde la colonización, cuando sus cuerpos fueron utilizados para crear el mestizaje. Luego, a pesar de la emancipación de los mexicanos, ellas seguían sirviendo a caciques, gobiernos y, a veces, hasta a los suyos.
La rebelión zapatista ofrecía a los indígenas luchar por tierra, alimentación, salud, educación, independencia, justicia y paz. Pero las indígenas pronto se dieron cuenta que el movimiento les podría dar también libertades que no habían experimentado antes.
Así que, ya como zapatistas, exigieron facultades: “Queremos que no nos obliguen a casarnos con el que no queremos. Queremos tener los hijos que queramos y podamos cuidar. Queremos derecho a tener cargo en la comunidad”, reclamaron en marzo de 1993.
En aquel año se discutían las leyes zapatistas en el Comité Clandestino Revolucionario Indígena (CCRI). Debatían, por ejemplo, la legislación agraria, la del trabajo o la de justicia. Las normas eran necesarias para su organización y debían estar listas antes del levantamiento armado de 1994.
La asamblea transcurría sin mayor dificultad, hasta que tocó el turno de la ley de mujeres. El subcomandante Marcos, ahora Galeano, ha relatado que muchos de plano se oponían a consentirla. Entonces, ellas amagaron con no aprobar la ley agraria.
Su estrategia funcionó. El 1 de enero de 1994, cuando el movimiento indígena en Chiapas salió a la luz y sorprendió a medio mundo, las zapatistas tenían ya una ley que les reconocía derechos hasta entonces negados.
“Ninguna mujer podrá ser golpeada o maltratada físicamente ni por familiares ni por extraños. Los delitos de intento de violación serán castigados severamente”, dice la octava regla. Sí, era necesario ponerlo en ley.
Las rebeldes iniciaban la guerra contra el gobierno con una victoria sobre sus propios compañeros. El mandato iba incluso contra los usos y costumbres de sus comunidades: “Las mujeres tienen derecho a elegir su pareja y a no ser obligadas por la fuerza a contraer matrimonio”, establece la séptima norma.
Antonia, de 52 años, recuerda que para esa ley se consultó antes a muchas mujeres, como ella. Ahora siente “felicidad en el corazón” porque una mujer es la vocera del Congreso Nacional Indígena (CNI): María de Jesús Patricio, Marichuy.
El CNI, que entre sus organizaciones miembro está el EZLN, eligió a Marichuy como su representante cuando intentaron participar en las elecciones presidenciales de este 2018, cosa que no lograron.
Antonia, mala mujer
Mujeres zapatistas fotografiadas en penumbra. Antonia ha preferido no salir en fotografías./ B.J.
En las casi tres décadas que Antonia lleva en el zapatismo ha lidiado con gobiernos injustos, un marido alcohólico y un yerno que “regaña” a su hija.
Se casó a los 17 años. A los 23, cuando tenía dos hijos, su esposo le habló de una organización en la que lucharían para que a los indígenas ya “no nos trataran mal”.
Había notado que su marido iba a reuniones de las que nada contaba, pero no se atrevía a preguntar. “No me daba valor. Callada me quedaba”. Era 1989 y el movimiento aún estaba en la clandestinidad. Según relatan otras zapatistas, los hombres no les querían revelar el secreto “porque decían que las mujeres somos chismosas”.
Pero una noche, mientras su esposo tomaba café, le confesó que él ya era integrante de aquella organización de indígenas. “Nomás me preguntó: ‘¿también quieres estar con nosotros?’. Yo le dije que sí, ni modo que lo dejara solo”.
Los meses posteriores al levantamiento en enero de 1994 los pasó llena de angustia, “temiendo que el Ejército Mexicano se llevara a mi esposo, o a los compañeros”, recuerda. Aunque él no participó en la toma de San Cristóbal de las Casas y otras cuatro cabeceras municipales, realizó actividades de vigilancia y bloqueo en una comunidad.
Esta delgada mujer era parte de las bases de apoyo cuando el EZLN se alzó contra el gobierno de Carlos Salinas de Gortari. También cuando en San Andrés Larráinzar se pactaron acuerdos sobre derecho y cultura indígenas, mismos que las autoridades no cumplieron.
Sin embargo, hubo un periodo en que salió de la organización. “Mi marido tenía carrera alcohólica”, y en las comunidades autónomas zapatistas las drogas y el alcohol están prohibidos. “Poco dinerito que ganaba, lo echaba en trago. A nosotros nos dejaba con hambre”. Ella sola tenía que cuidar a los siete hijos que tuvieron, atender los quehaceres domésticos, sembrar milpa y soportar los maltratos de un hombre embrutecido por el alcohol.
“El alcohol los pone tontos de su cabeza, o sea que no siempre saben”, intenta justificar. Lo mismo pensaban las autoridades municipales, pues aprovechaban cuando su esposo estaba tomado para tratar de afiliarlo a programas sociales del gobierno.
Los zapatistas rechazan la ayuda gubernamental, pues ha sida utilizada para condicionar el voto, y porque es un paliativo que no resuelve el problema de la pobreza. Así que Antonia siempre andaba al pendiente y nunca pudieron inscribirlo.
Pero bien que procuraron. Alguna vez, refiere, el alcalde les envió tabiques para construir su casa. Ella, a nombre de su esposo, repudió la dádiva no solicitada, a pesar de que en ese momento se habían separado del zapatismo. Entonces, el político los mandó llamar. “Dijo que nos daba un mes para que lo pensáramos”.
Al cabo de ese lapso representantes del edil fueron por la respuesta. “No estaba mi esposo, andaba por allá, en el trago. Les dije que no”. En represalia, les cortaron el paso del agua y la electricidad. Antonia tenía más trabajo: acarrear el líquido desde muy lejos.
Defenderse de las presiones del gobierno, hacerse cargo de toda la familia y aguantar la violencia de su esposo no era vida. Y no se resignó. Tal como todos los zapatistas dijeron en 1994: “¡Basta!” a los abusos de autoridades y caciques, ella proclamó un “basta” a esa situación.
Internó a su marido en el centro de ayuda para adictos más cercano, en un pueblo a cinco horas de su casa. Él se escapó dos veces y ella lo llevó de nuevo. Hace casi 15 años que ya no toma ni una gota de alcohol.
“Me dicen que soy mala mujer porque no dejé que siguiera con su carrera alcohólica. Me tenía que aguantar, creen. Pero no es cierto, por algo acá en la organización dicen que a las mujeres no nos deben malhablar”, explica.
De sus siete hijos e hijas sólo una es parte del movimiento rebelde, y está casada también con un miembro de esa comunidad autónoma. “Hay veces que la miro bien, hay veces que no, es que su marido la regaña”.
Antonia les sugiere platicar, pero antes “que contenten su corazón. Le digo que no deje la regañe. Ya nosotras las mujeres no nos dejamos como antes. Pero ella debe hablar bien, sin coraje su corazón.”
La hija de Antonia eligió al hombre con quien está casada. Antonia no, sus padres arreglaron el matrimonio sin su consentimiento.
“Ya no se hace así”, asegura Mayra, una joven de 24 años. “Mis papás no me dicen ‘cásate’. Tampoco me dicen ‘no te cases’. Es cuando yo quiera y orita no quiero”, dice y se echa a reír.
Mayra vive en la realidad
Mayra posa para la periodista bajo la mirada curiosa de una compañera./ B. J.
En la apertura del encuentro de mujeres, la capitana Erika enuncia bajo un sol intenso: “Lo que vemos, hermanas y compañeras, es que nos están matando. Y que nos matan por ser mujeres, como que es nuestro delito y nos ponen la sentencia de muerte”.
En la explanada del Caracol Morelia, también llamado “Torbellino de nuestras palabras”, revolotea esa declaración. En particular le da vuelta a las mexicanas, porque las cifras oficiales de asesinatos de mujeres en el país es de siete en promedio cada día.
Pero el aire trae para todas otra voz, también de la capitana. Sugiere que, cuando pregunten a qué se llegó en el encuentro, “ustedes digan: Acordamos vivir. Y como para nosotras vivir es luchar, pues acordamos luchar cada quien según su modo, su lugar y su tiempo”.
Mayra escucha el pacto desde la entrada al caracol, le tocó resguardarla. Se muestra feliz porque está con miles de mujeres. Es una gran ocasión, así que adornó sus ojos cafés con delineador negro, y con rímel se hizo unas pestañas de abanico. Su vestido tradicional de la cultura tojolabal es un arcoíris plisado.
En enero de 1994, cuando el EZLN se levantó en armas, ella aún estaba dentro de su madre. Y su madre dentro del movimiento. A los pocos días vino al mundo. “No conozco qué es vivir de otra manera, nací zapatista”, afirma con orgullo.
Y en ese desconocimiento de otras formas de vida hay algo completamente ajeno a ella: “He oído que en México, bueno, allá en lugares, matan siete mujeres diario”, dice con extrañeza, como si hablara de otro país y no del suyo. “En el territorio autónomo donde vivo eso no pasa”.
Cuando Mayra platica casi siempre sonríe, o eso parece, la máscara le tapa casi toda la cara. Sólo se pone seria cuando toca el tema de las muertes. Es una joven curiosa. “¿Tú has visto eso de la violencia feminicida?”, cuestiona. “¿De dónde eres?, ¿de tan lejos?, ¿cuántos años tienes?, ¿ya conocías aquí?, ¿no quieres ir a La Realidad?”.
Ella vive en el Caracol La Realidad, en la frontera con Guatemala. También se le nombra “Caracol madre de los caracoles del mar de nuestros sueños”, fue el primero de los cinco espacios autonómicos. Se creó en 2003. “Hay hospitales, escuelas, está grande”, describe la joven.
Es la tercera de cuatro hermanos, dos mujeres y dos hombres. Los varones ya se casaron, así que ahora sus esposas les hacen de comer. “Antes nosotras (ella, su mamá y su hermana) les hacíamos”.
Cuando Mayra tenía 21 años tuvo un novio, “pero luego ya no”, confía en entrevista. “Orita no quiero novio”, y su risa franca le da seriedad a su declaración. Un día se casará, admite, pero ahora decide estar soltera. Hace unos años era inusual que a una mujer no la hubieran casado a esa edad.
Apenas comienza a contar que le gusta mucho bailar, como cualquier zapatista que se precie de serlo. Pero en ese momento llega una compañera suya. La llama desde la reja del caracol. Mayra se despide sonriendo con los ojos y dice: “Nos miramos luego, cuando vayas a La Realidad”.
Por: Blanca Juárez
Publicado en: www.pikaramagazine.com
Last modified: 29/05/2018