El título del libro de Ailton Krenak, Ideias para adiar o fim do mundo, me hace pensar en aquella reflexión de Walter Benjamin sobre las revoluciones. Parafraseando al filósofo alemán, las transformaciones radicales ya no serían esa locomotora que va en una marcha aparentemente triunfal hacia el progreso de toda la humanidad, sino la imperiosa necesidad de activar los frenos de emergencia de un tren que nos está llevando hacia un despeñadero civilizatorio. Ahora bien, posponer el fin no significa que resolveremos automáticamente las amenazas al sostenimiento del tejido de la vida en el planeta. Lo que este verbo indica es que el final del mundo será postergado. En ese margen de tiempo, nuestras acciones o inacciones son las que determinarán si el acto de frenar súbitamente nos dejará en un estado catatónico o nos hará reflorecer. Para tratar de sortear esta dicotomía, en el presente texto sugiero dos ideas para aplazar el fin de un mundo en particular, mientras transitamos diversos caminos para que ese colapso inminente no nos lleve consigo. Estás ideas son las nociones de ontología política y dialogicidad (del portugués dialogicidade).
En el primer caso, y si pensamos en los conflictos políticos que existen a lo largo y ancho de América Latina y el Caribe, la ontología política viene a señalarnos que toda visión de mundo lleva consigo formas específicas de comprender y hacer la política, al tiempo que cada conflicto refleja tensiones entre diferentes horizontes de sentido y significación. Esta definición circular, que emerge del trabajo en conjunto que han realizado Arturo Escobar, Mario Blaser y Marisol de la Cadena, nos invita a prestar especial atención a las políticas ontológicas, es decir, a las prácticas, formas y estilos de creación de mundos que llevan a cabo diversos grupos humanos y no humanos. Por ejemplo, los conflictos socioambientales en la región no pueden ser reducidos a una demanda de compensación económica por los daños de un megaproyecto de desarrollo en los territorios de las comunidades afectadas. Lo que está en discusión, en muchas ocasiones, es algo más complejo: maneras otras de comprender la economía, el bienestar y el relacionamiento con el entorno del que formamos parte, así como saberes y visiones de mundo basados en un principio de relacionalidad radical o interdependencia y ecodependencia.
En el segundo caso, la dialogicidad evoca una actitud de escucha atenta o interactiva con nuestro entorno para tender puentes de comunicación intercultural y abrazar el sentido etimológico de la comprensión, esto es, el aprender juntos (cum-apprehendere), el reconocernos con el otro, en sus virtudes, contradicciones, alegrías y tristezas. Esta práctica dialógica se inspira en la pedagogía freiriana para visibilizar y fomentar racionalidades y sensibilidades arraigadas y encarnadas que permitan a los pueblos cambiar los términos de las conversaciones en contextos intensamente liberales, donde la primacía del abstracto individuo autónomo socava la diversidad constitutiva del mundo. No es un proceso fácil, pero en el diálogo permanente entre diferentes saberes y visiones es donde podemos construir efectivamente comunidades de vida desde relaciones de respeto y equilibrio. Esto es fundamental, pues al vincular respeto y equilibrio, esta idea de la dialogicidad dista de la clásica noción liberal de la tolerancia como condescendencia o indulgencia hacia el otro tolerado. Es, más bien, el ejercicio de la hospitalidad en el carácter configurativo del lenguaje, cambiar los términos hegemónicos de la conversación.
Entonces, si la ontología política se interesa por los actos de creación de mundos, la dialogicidad hace lo propio con los actos de habla que nombran dichos mundos, sus respectivos lugares de enunciación. Nótese aquí que estoy hablando en plural; por tanto, cuando al inicio hacía mención al colapso inminente de un mundo particular, me refería, aunque esto parezca enrevesado, al mundo hecho de un mundo: la ontología patriarcal, racista, colonial, capitalista y modernizante con su respectiva gramática y vocabulario centrado en la individualidad, la misoginia, el especismo y la dominación. Ese mundo tiene que acabar, no queda de otra. Se mantiene a través de una sistemática ocupación existencial de territorios, cuerpos, saberes y memorias. En síntesis, posponer el fin nos ofrece un espacio-tiempo para imaginar, crear y nombrar colectivamente un mundo con muchos mundos, mientras la civilización de la soberbia va muriendo de inanición al no poder fagocitar las redes de inter-existencia donde somos con los otros.
Por: Marx José Gómez Liendo es sociólogo (Universidad Central de Venezuela), con maestría en estudios sociales de la ciencia (Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas, IVIC). Miembro del Laboratorio de Ecología Política del Centro de Estudios de la Ciencia del IVIC, del equipo editorial de la revista Iberoamérica Social y del Comité de Investigación de la Asociación Iberoamericana de Sociología (AIS). Correo: [email protected].
Last modified: 08/09/2021