A dos décadas de finalizado el enfrentamiento armado, muchos sectores de la sociedad guatemalteca siguen esperando que la paz deje de ser de papel.
¿La paz se firma o se construye? Esa es quizá la gran pregunta que queda tras hacer un repaso por la historia de Guatemala desde la firma definitiva de la paz. Aquella celebración, que tuvo lugar en la última noche de 1996 llenó de esperanza a varias generaciones. “La paz ha sido firmada”, anunciaba el entonces presidente Álvaro Arzú y la Plaza de la Constitución explotaba de júbilo.
“Yo estuve ahí con mi mamá. Incluso vimos la entrega de las armas. La gente se abrazaba, había carteles que hablaban de la paz. Yo veía a todos muy contentos, pero no entendía bien qué pasaba”, recuerda Elva Cutz, quien entonces tenía cerca de 12 años y aunque creció en Totonicapán, había ido a visitar a su madre que migró a trabajar en la ciudad. Elva es una mujer morena de baja estatura, con un tono de voz alegre como los colores de los huipiles que viste siempre. Nació durante una de las épocas más cruentas del conflicto armado interno de su país, pero su mamá y sus abuelos, se esforzaron mucho para que su infancia estuviera libre de los horrores de la guerra.
No todas las familias tuvieron la oportunidad de ocultar a sus niñas y niños que su país se desangraba. A decenas de miles les alcanzaron las balas y tuvieron como destino final una fosa común, donde el ejército escondía a las víctimas de las masacres. El ejército, según la Comisión de Esclarecimiento Histórico de Naciones Unidas fue responsable de más del 90% de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante el conflicto, la mayoría de ellos contra poblaciones indígenas mayas.
Contrario a lo que podría creerse tras hacer el recuento de las víctimas y comunidades arrasadas, la insurgencia armada no tuvo sus inicios en territorios indígenas. Para los años 60, la represión y persecución política alcanzaba también a las poblaciones urbanas y mestizas. Andrea Ixchíu es joven aún, pero se ha asegurado de conocer con detalle la historia de su país, pues sabe que el olvido es altamente peligroso “Había una reacción al despojo histórico. Era la conciencia de un grupo de jóvenes rebeldes de que había que cambiar estas cosas porque era demasiado. Te tildaban de comunista y de enemigo público por armar una cooperativa o por pensar colectivamente” señala la activista.
Según recuerda el abogado y activista Frank La Rue “Para la década de los 80 el conflicto tuvo una fuerte connotación indígena, no necesariamente de participación directa pero sí contaba con las simpatía de las comunidades indígenas (…) de alguna forma, creo que para el pueblo indígena guatemalteco el que hubiera gente luchando contra el sistema y contra quienes detentaban el poder con violencia era una expectativa de cambio”.
Los pueblos originarios vieron en la lucha revolucionaria una alternativa a los siglos de aislamiento y discriminación, pero la política contrainsurgente del Estado respondió con operativos de tierra arrasada y con medidas que causaron grandes divisiones, como la implementación de “Patrullas de Autodefensa Civil”, obra del general Benedicto Lucas García, hoy imputado por desapariciones forzadas y crímenes de lesa humanidad en el caso conocido como “Creompaz”.
Crueldad y olvido: dos veces crueldad.
César Saloj crecía en la aldea Maya Kaqchikel de Chaquijyá, en el Municipio de Sololá y tampoco entendía con claridad los códigos que usaban los mayores para hablar de lo que ocurría afuera. Algo que no era bueno, algo de lo que les prohibían hablar en la casa y en la escuela. No sabían quiénes eran “aquellos”, “los otros” o “los verdes”.
“Había mucha incertidumbre para nosotros los niños. No podíamos jugar juegos de soldados como se hacía antes. Mis compañeros decían que mejor no porque nos podían ver “los verdes”, que eran los del ejército”, recuerda César en una tarde soleada a la orilla del Lago Atitlán, allí donde aún hay gente que se niega a hablar del conflicto, porque el miedo parece haber llegado para quedarse.
La incertidumbre para los más pequeños era tal, que así como no se entendía el miedo, no se entendían tampoco las alegrías. “Una vez nos organizaron. Decían que iban a venir nuestros hermanos, que se habían ido mucho tiempo atrás por la guerra, que iban a regresar desde México y que teníamos que preparar pancartas, frases y consignas para decir “Bienvenidos hermanos” cuando pasaran. Mis primos y yo sólo seguíamos. Prepararon bolsas de horchata, frescos y sándwiches para dárselos. No me acuerdo cuántas pero eran muchas camionetas llenas de refugiados que retornaban al país. Las personas grandes les decían “Bienvenidos hermanos” y nosotros también seguíamos diciendo lo mismo, pero no sabíamos realmente por qué se habían ido o adónde regresaban”.
Con el paso de los años, Elva y César pudieron llegar a comprender eso que los mayores les habían querido ocultar para procurarles “una infancia normal”. Pero no fue su paso por la escuela, ni por los libros de historia de su país lo que les dio claridad. Elva admite que en Guatemala debe haber mucha gente de su edad que desconoce del todo este episodio de su historia “Tanto en la educación primaria como en la secundaria jamás, jamás escuché del conflicto armado. Formación política: cero. Mi conciencia y mi formación política trascienden al yo involucrarme con organizaciones de la sociedad civil. Solo a partir de ahí yo supe y me enteré de lo mucho que había sucedido mientras yo crecía”.
El Estado sin memoria
Sólo a partir de la vinculación con la sociedad civil es que se pueden comprender las magnitudes de este conflicto que dejó a Guatemala, entre otras cosas, la dolorosa distinción de ser el único país del continente que ha vivido un genocidio en los últimos dos siglos. El Estado renunció a la tarea de rescatar la memoria como garantía de no repetición.
Para Juan Francisco Soto, Director del Centro de Acción Legal en Derechos Humanos, CALDH, “desde la firma de los Acuerdos de Paz ha habido una política negacionista por parte del Estado. Un claro ejemplo de esto es que cuando se entrega el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico, al momento de entregarse el presidente Álvaro Arzú se levanta y se va. No lo recibe. En uno de los libros de sociales del colegio de mis hijos te cuentan el conflicto en una página. Porque hablar de esto implica reconocer que se cometieron los hechos”
Pero esta no es la única tarea incumplida por el Estado de Guatemala, que ha debido ser asumida por organizaciones sociales. El momento de justicia transicional que vive el país en la actualidad, con militares juzgados y procesados por desapariciones forzadas y otras violaciones graves a los Derechos Humanos es el fruto de años de recolección y reivindicación de los testimonios de las víctimas y sus familiares, de investigación, de ayuda psicosocial y acciones legales desde la sociedad civil.
Ese trabajo incómodo para los sectores ultraconservadores de Guatemala ha desenterrado de las fosas huesos e injusticias y ha dejado en evidencia a un sistema que durante más de 20 años le ha apostado al olvido. Para Juan Francisco Soto, este es el intento de disimular otro sinnúmero de deberes pendientes “lamentablemente el Estado de Guatemala no da señales claras de querer cumplir con lo que se pactó y las causas fundamentales del conflicto con causas que están hoy también presentes”.
¿La paz se firma o se construye? Quizá la pregunta encuentra una desgarradora respuesta en las 6 de cada 10 personas que viven en pobreza, los 4 de cada 10 niños y niñas que padecen desnutrición, los más de tres millones de personas que no tienen acceso a agua potable, las comunidades completas que viven bajo amenaza de un desalojo, las víctimas de violencia machista y de impunidad, las cifras de discriminación que siguen teniendo nombres Mayas y Xincas. Esas y esos que siguen esperando que la paz pase del papel a la vida real.
Escuche el reportaje radiofónico aquí: Guatemala: Entre la paz firmada y la paz posible
Por: Noelia Alfaro Herrea – [email protected]
Last modified: 22/09/2016