Coqui: Contaba el Eduardo Galeano que un hombre de Neguá, en las costas de Colombia, pudo subir al cielo y que desde allí, contempló el mundo. Y que luego bajó diciendo que éramos “un mar de fueguitos”.1 No hay dos fuegos iguales, decía: cada persona brilla con luz propia y hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento; otros de fuego loco que llenan el aire de chispas; algunos no alumbran ni queman. Pero otros, arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende.
El relato de Galeano indica que el hombre aquel vio fueguitos aislados, uno por aquí, otro por allá. Pero estoy seguro que también vio fuegos reunidos: comunidades de fueguitos, digamos. Quizás a Galeano no se le ocurrió preguntarle si había visto algo así. Creo yo haber visto una de esas reuniones de fueguitos –desde el suelo no más: terrenalmente–, el pasado domingo 26 de mayo en la comunidad de San Miguel Centro, en la provincia panameña de Coclé. Vi también que sus pobladores estaban muy decididos a seguir siendo: son los cocua.
1 Esto es verdad. Y si no me creen pueden verlo en: www.youtube.com/watch?v=Q3N0bFE8JSk
Ellos saben que sus ancestros eran indígenas, pero ya no hablan una lengua que los diferencie de otras culturas. Siguen trabajando la corteza del árbol cocua o ñumi (Poulsenia armata), y con diversos tintes vegetales decoran la vestimenta que logran elaborar a partir de ella. La cosen con hilos de la bromelia llamada “pita” en Panamá, y la utilizan en sus bailes tradicionales propios –únicos de ellos y ellas–, que danzan al son de una música interpretada con tambores, guitarras y violines que también ellos mismos hacen nacer de sus manos, con materia prima de su entorno (a excepción de las cuerdas de los violines y las guitarras).
“Hay muy pocos trabajos de investigación sobre los cocua” –me escribió el amigo antropólogo, Francisco Herrera–. “El vestido [hoy sólo usado en Corpus Christi y en las patronales a fines de septiembre], está hecho con la misma corteza que usaban los [indígenas] buglé. Las cocadas pintadas sobre el vestido y la simbolización del venado parecen hacer referencia a los ngäbe [la cultura indígena mayoritaria de Panamá]”.
Uno podría pensar que San Miguel Centro es una comunidad campesina y ya. Pero no; además de mantener sus expresiones culturales asociadas al árbol cocua, preservan los bosques de los alrededores –tienen poca ganadería–, utilizan muy poco o nada de agroquímicos, están bien organizados (Grupo Tradiciones San Migueleña), y se esfuerzan para que sus hijos preserven los valores culturales que garantizan la persistencia de la unión comunitaria. Algo y todo esto se siente claramente al estar entre ellos, de una manera cierta, fuerte. Uno se va de San Miguel Centro como alumbrado, como encendido.
Ilustración de Ani Ventocilla King
Mallki: Tu relato ilumina mi memoria y me traslada a ese espacio-tiempo en el que la Amazonía me tendió los brazos para compartir con las comunidades del Departamento de Loreto.
Mi primer contacto fue con los bora un pueblo enraizado en un territorio y, cuya vida acompasada con el ambiente, se ve ahora amenazada por la depredación del bosque y la contaminación de ríos y cochas.
Recuerdo que, cuando llegué a la maloca –vivienda plurifamiliar y centro político-religioso–, el curaca y su esposa –muy carismáticos ambos– lo primero que hicieron fue enseñarme a tocar el manguaré –instrumento de comunicación constituido por dos troncos que se golpea con un mazo de caoba–.
Coqui: ¿Y te animaste a ejecutarlo?
Mallki: Te confieso que tuve mis dudas antes de tomar el mazo. Yo llegaba del “Mundo del Hacha” –como le llaman ellos al mundo Occidental– y, además, no me conocían; pero la gestualidad del curaca me dio confianza. Estimo que debo haber marcado bien el ritmo porque, apenas unos minutos más tarde, todo el clan estaba reunido y, minutos más tarde, por primera vez en mi vida, me encontré danzando en círculo con otras mujeres mientras los hombres con sus pies, hacían saltar una madera larga simbolizando una boa.
Al igual que los cocua, ellos también llevan atuendos de una tela liviana llamada llanchama elaborada con corteza y, luego, decorada. Se trata de faldas cortas que usan tanto las mujeres como los hombres. Supe luego del minucioso conocimiento que requiere laconfeccióndeestasprendasdevestir:elperiplocomienzaconlabúsqueda de una variedad de ojé (Olmedia aspera) que crece en el corazón del bosque o a las orillas de los ríos. Previo pedir permiso al padre del bosque, el árbol es derribado para poder extraer cuidadosamente su corteza. Luego se golpea suavemente la fibra, se la
lava bien y se la deja al sol hasta que seque completamente. Es un trabajo que lleva varios días; en el que participan muchas personas y que tiene sus secretos: hay que saber por dónde cortar el árbol y dónde golpear la corteza. El resultado es un tejido resistente, flexible y para el que se necesitan pocos recursos.
Las jóvenes bora son muy hábiles en el manejo de las materias primas vegetales, particularmente, la llanchama pero, además, tienen una especial sensibilidad por los detalles. Esto se puede apreciar en el arte que plasman en sus faldas cuando las pintan con una tinta negra extraída del fruto verde del huito (Genipa americana). Es notable: todas tienen el mismo patrón de diseño, pero ninguna falda es igual a la otra. Cada línea, ángulo o color, comunica algo imposible de decodificar para quien no pertenece a esa cultura. Son motivos mágicos que se reciben en visiones.
Sin embargo, los adultos bora deben luchar por la pervivencia de este saber milenario, actualmente en riesgo por la llegada de la moda industrial.
Volviendo al momento de la danza, luego de haber liberado las tensiones, llegó el masato para coronar el grato momento.
¿Sabes? Cuando con el permiso de la boa negra y de la abuela tortuga, dejé ese territorio con varios frutos de aguaje en mi morral, prometí escribir sobre este compartir y también regresar para aprender sus ícaros y sus “secretos” (como los llama nuestro amigo Grimaldo Rengifo en su libro “El cuidado de la naturaleza”…). Esta Luna Llena ha propiciado que, una parte de mi promesa, haya podido ser cumplida.
Coqui: El fuego –o los fueguitos que somos los humanos y que desde el alto cielo vio el hombre de Neguá en el bello relato de Galeano–, el fuego decía, siempre tiene carácter convocante. Así ha de suceder con todos los fuegos que durante este solsticio de junio se enciendan en los Andes para celebrar el Inti Raymi en comunidad. Valga aclarar que lo correcto es llamarlo “Intiq Raymin” (del Sol, su fiesta –que es la traducción literal del quechua–).
Hasta aquí no más. Mejor, quizás se nos quema.
Como titulaba uno de sus libros otro grande del Uruguay, Mario Benedetti: ¡Gracias por el fuego!
Jorge Ventocilla, desde la bruma invernal limeña;
e Isabel M. Álvarez, desde la costa de la Patagonia argentina. Junio del 2024.
Ilustración de Ani Ventocilla King
Last modified: 25/06/2024