Feminizar la política incluye muchas cosas distintas, desde la mayor presencia de mujeres en el espacio público, la propia consideración de la ética y lo político, al contenido mismo de la política feminista. Se trata por tanto de un concepto equívoco y ambivalente, sujeto a muy variadas interpretaciones en sus dos componentes, el de la feminización y el de la política.
Más mujeres y otras políticas
En este debate existe un punto de partida común que es la importancia de la presencia de mujeres en la política, aunque sea como un síntoma de “normalización” del actual sistema de representación. Pero el debate ha adquirido nuevos aires con la potente irrupción, desde hace un par de años, de mujeres en los Ayuntamientos y distintos Parlamentos. La presencia de mujeres en estos espacios de poder no es algo nuevo; sí lo es que muchas de ellas sean mujeres comprometidas con dar un nuevo sentido a la política, deudoras del 15M como movimiento que enarboló el “no nos representan”.
Si alguien tuviera alguna duda sobre la dimensión del cambio y la importancia simbólica que tiene la mayor presencia de mujeres en política, no hay más que fijarse en las reacciones que desata. Hasta ahora, los hombres, políticos, que consideran la presencia de mujeres como algo estético e inevitable, habían mantenido una actitud condescendiente. Pero con la presencia de más mujeres, más jóvenes, y muchas decididamente feministas, se les ha caído la careta y con su reacción, sus brutales campañas para intentar deslegitimar, desvalorizar y ridiculizar a concejalas y parlamentarias (a las que han sabido darle la vuelta con humor e inteligencia), han dejado clara su profunda convicción de que ese espacio público les pertenece (como otros hombres consideran que les pertenece la calle). Y esto tiene un nombre: es machismo, patriarcado en estado puro.
Pero ampliando el plano del debate, si consideramos la política como un instrumento de transformación, desde una perspectiva feminista la presencia de mujeres, en sí misma, no es una garantía de cambio. La historia está llena de ejemplos de mujeres que, como el manido caso de Margaret Thacher o Rita Barberá pasando por muchas otras de menor renombre, impulsan políticas y valores profundamente heteropatriarcales y neoliberales con formas de hacer política jerárquicas y autoritarias. No me resisto, por aquello de la memoria colectiva y aunque se trate de contextos políticos radicalmente distintos, a recordar a aquellas mujeres de la Sección Femenina, que durante el franquismo ejercían un enorme poder para garantizar el sometimiento y sumisión de las mujeres a los varones y al régimen.
En el panorama actual muchas mujeres incorporan otras formas de hacer política a partir de otras prácticas, más participativas, más horizontales, más relacionales, frente a las agresivas y competitivas que marca la práctica masculina hegemónica. Se explica por la socialización y la consiguiente construcción de la subjetividad particular de unas y otros. En el caso de las mujeres, más vinculada al mundo relacional por la responsabilidad asignada de los trabajos de cuidados, y en el caso de los hombres más vinculada a la realización del logro individual y su proyección en el espacio público. No es nada nuevo, tiene que ver con la dicotomía entre los espacios público y privado establecida por la modernidad. Esta permite pensar en una particular forma de aproximarse a la política de las mujeres, en otra mirada en las formas y en los contenidos, no en vano el movimiento feminista, el pasado siglo, levantó la consigna de “lo personal es político”, ampliando y disputando desde entonces (y en ello seguimos), el sentido de “lo político”.
Todo esto se refleja también, como recoge Silvia Gil, en el tipo de luchas protagonizadas mayoritariamente por mujeres: luchas en defensa de los recursos, la vivienda, en defensa de derechos humanos, del cuerpo, por otra forma de entender las relaciones libres de violencias, la democracia en el ámbito doméstico y un largo etcétera. En esta acción colectiva se destaca la potencialidad positiva que tienen los valores asociados a una “cultura subalterna” (en palabras de Giulia Adinolfi), como la sensibilidad, solidaridad, empatía, la falta de agresividad competitiva, valores opuestos al individualismo y a la competitividad del mundo capitalista. Ponen sobre el tapete lo que sería un objetivo común: un mundo en el que mujeres y hombres se liberen de esa visión fragmentada de la vida entre lo público y lo privado, la razón y la emoción, la cultura y la naturaleza.
¿Una ética femenina?
En el debate actual sobre la feminización de la política ha vuelto a entrar en escena “la ética femenina” entendida como ética del cuidado, lo que presenta no pocos problemas.
Hablar de ética femenina remite a la idea de una naturaleza femenina a la que se asocian cualidades y valores, siempre positivos, de los que son portadoras las mujeres porque les son innatos. Antes he señalado los aspectos potencialmente positivos de algunos valores, pero esa potencialidad solo se hará efectiva si se acompaña de una crítica al carácter construido de su significado social y político, aquí y ahora, y por tanto a la asignación de desigualdades a los géneros y sus brutales manifestaciones en el contexto del neoliberalismo heteropatriarcal.
Si se consideran los valores asociados a una forma de hacer política como “femeninos”, propios, naturales de las mujeres, se abunda en una idea hegemónica de feminidad y masculinidad, muy funcional al neoliberalismo patriarcal con sus privatizaciones, recortes de servicios que tendría que garantizar el Estado, con sus identidades binarias fuertes, que profundizan las desigualdades y que, por tanto, tanto dificulta extender y compartir dichos valores. La solución parece clara, aunque no fácil, se trata de aprovechar las potencialidades positivas de unos valores y combatir las negativas.
Hay otro componente a considerar: establecer lo “femenino” como propio de las mujeres supone representar una idea uniforme de sus experiencias y de su visión del mundo. Sin embargo su subjetividad también está mediada, tal y como recoge la perspectiva inclusiva del feminismo, por su pertenencia a otras clasificaciones sociales que se entrelazan con la de género, como la de clase, etnia, sexo, edad. Esto explica, por ejemplo, esa distinta posición de mujeres ante políticas concretas a las que hacía referencia al inicio del artículo.
Por otro lado, hablar de la ética de los cuidados como una ética femenina abunda en una mistificación de los cuidados que oculta, sin pretenderlo, las desigualdades que subyacen en esos trabajos. Desigualdades entre hombres y mujeres para quienes se trata, en muchos casos, de una imposición y mandato de género que conlleva la negación de autonomía para las mujeres y sufrimiento para muchas; invisibiliza las condiciones en que realizan este trabajo muchas mujeres sin el menor reconocimiento de derechos concretos; así como la desigualdad entre las propias mujeres en función del estatus migratorio y que se refleja en las cadenas globales de cuidados. En definitiva simplifica su complejidad y dificulta entenderlos y resolverlos.
La economía feminista ha planteado la centralidad de los cuidados y el bienestar de las personas frente a las necesidades de los mercados, al tiempo que ha ido ofreciendo una visión compleja de lo que representa el trabajo de cuidados alertando sobre los problemas de mistificarlo. No se trata sólo de reconocerlos, de incorporarlos a un discurso políticamente correcto, sino de garantizar la corresponsabilidad de los hombres y del Estado y garantizar condiciones de trabajo dignas. Las empleadas de hogar, en su reciente Congreso, eran muy claras, reclamaban reconocimiento y dignificación de su trabajo y reconocimiento de derechos laborales de los que hoy carecen. Algo que sería extensivo para esa gran mayoría de mujeres que realizan trabajo de cuidados con todo tipo de personas dependientes.
El significado feminista de la política
Carol Gilligan, en el desarrollo que realizó sobre la ética de los cuidados en los años 90, planteó la necesaria combinación entre una ética de la justicia (desde la crítica feminista a su universalismo abstracto) y una ética de los cuidados que atienda a los dilemas morales que plantea la atención a los demás y a una misma. Como señala Gloria Marín, hay que buscar el equilibrio entre la responsabilidad de la relación con las y los otros y la autonomía personal. Un aspecto central de la propuesta feminista ya que esa dicotomía de éticas está ligada a la separación de esferas pública y privada y a la construcción de las desigualdades de género, por lo que la reivindicación de autonomía, desde la perspectiva feminista, es un componente básico de justicia social.
La feminización de la política no es sólo poner encima de la mesa “los cuidados”. Si se identifica “feminizar” con lo que aportamos las mujeres, supondría un reduccionismo alejado de la realidad porque en pleno siglo XXI nuestras vidas, realidades y experiencias atraviesan, además de la responsabilización de los cuidados, muchos otros ámbitos de la vida que no se pueden subsumir en los cuidados, tal como se expresa en muchas agendas feministas.
Por eso feminizar la política requiere mirar a la interpretación que el movimiento feminista realiza de las necesidades y propuestas de las mujeres situándolas en el centro de la agenda social, cultural y política. Es hacer políticas feministas, construir otro significado de lo que es la política que atienda y relacione lo micro y lo macro, lo personal y lo político, la sexualidad y el TTIP, las escuelas infantiles y las pensiones, y a todas las mujeres y personas LGTBI en su diversidad. En definitiva es un cambio en la propia idea de política, muchas veces identificada solo como política institucional. Desde el movimiento feminista se trata de poner en marcha procesos que cambien esa hegemonía cultural, que apunten a prácticas no hegemónicas de organizar nuestra convivencia, con criterios no simplificadores de lo que es la justicia social y lo común, que obviamente implica una transformación radical de la sociedad.
Y si se quiere englobar todo esto en la “feminización de la política” ¡pues feminicemos todas y todos para enfrentarnos al neoliberalismo heteropatriarcal”. La ética explicita valores comunes para todas las personas como sujetos múltiples y diversos incluidos en una red de relaciones, con la responsabilidad que de ello se deriva. Por eso no deberíamos cargarnos las mujeres con un nuevo mandato social, el de “feminizar” la política o el mundo. No nos corresponde a nosotras, corresponde a todas y todos.
Por: Justa Montero, pertenece a la Asamblea Feminista de Madrid y forma parte del Consejo Asesor de VIENTO SUR
Fotografía de archivo
Last modified: 13/12/2016