Dentro de escasamente un mes, hará un año que en el salón plenario del Parque de Exposiciones de Le Bourget, París, se alcanzó, no sin aprensiones por parte de algunas delegaciones a la Vigésima primera conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC), un texto final de acuerdo, que el presidente francés se apresuró a calificar, como el primer pacto “universal de la historia de las negociaciones climáticas”.
El Acuerdo de París compuesto por unas 40 páginas y que solo en algunos aspectos es legalmente vinculante, prevé, por un lado, la creación de un sistema de financiación de 100,000 millones de dólares anuales, para ayudar a países de escasos recursos a adaptarse al cambio climático; mientras que por la otra, propone el desarrollo de acciones que impidan que en las próximas décadas, el aumento de la temperatura del planeta alcance los 2.0 grados centígrados, y sobre todo, hacer esfuerzos para que no supere los 1.5 grados.
Este acuerdo, pese a que reconoce las consecuencias perjudiciales, que décadas de emisiones de gases de efecto invernadero han causado sobre el planeta, no solo carece de metas o compromisos concretos para luchar eficazmente contra el calentamiento global, sino que elude definir y enfrentar las verdaderas causas de este problema, que amenaza seriamente a toda nuestra especie. En su lugar, procura aprovechar el cambio climático, como ya ha sucedido en cumbres anteriores, para beneficiar a las transnacionales y vender como soluciones, lo que son verdaderos atracos: los agrocombustibles o la peligrosa geoingeniería, entre ellos.
Este 4 de noviembre el Acuerdo de París entró formalmente en vigor, luego que alcanzara a principios de octubre, el respaldo y ratificación de países que representan más del 55%, de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero. Lo hizo cuatro días antes de la crucial 58ª elección presidencial estadounidense, en la que uno de los dos principales candidatos (Donald Trump) se opone al acuerdo, y faltando tres días para que en la ciudad marroquí de Marrakech, inicie, hasta el 18 de noviembre, la Vigésima segunda conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP22).
De modo que este pacto que recién se estrena, corre por un lado, el peligro de que el principal país emisor de gases de efecto invernadero, cuente a partir del próximo 20 de enero, con un presidente que se ha declarado totalmente opuesto a los compromisos allí acordados; y por el otro, con las exageradas ilusiones que en él hay depositadas y que seguramente estarán ahora mucho más presentes en la Zona Azul de Bab Ighli, sede de la COP22, luego que el 15 de octubre pasado, los casi doscientos países miembros del Protocolo de Montreal de 1987 sobre la protección de la capa de ozono, aprobaran en Kigali, Ruanda, una compleja enmienda para reducir gradualmente la producción y consumo de los hidrofluorocarbonos (HFC), gases ampliamente usados como refrigerantes o en aires acondicionados y aerosoles y que tienen un indiscutible impacto en el calentamiento global de nuestro planeta.
Naturalmente que el Acuerdo de París y la “enmienda Kigali” del Protocolo de Montreal, han hecho que se recobren en gran medida, las esperanzas y el optimismo que gran parte de la humanidad, habían venido depositando en las negociaciones multilaterales sobre el clima. Promesas incumplidas, compromisos ignorados y acciones tímidas e insuficientes de cumbres y encuentros pasados, solo habían conseguido que se dudara de la voluntad y los deseos sinceros, de los gobernantes en estas citas mundiales.
Hoy hay una consciencia cada vez más extendida, sobre las amenazas reales que los efectos del cambio climático, provocados principalmente por el desarrollo de las actividades humanas, tendrán sobre todos los seres vivos y sobre el único planeta habitable que conocemos. De allí que exista una profunda preocupación y una alarma generalizada, ante el acelerado ritmo de la desaparición que experimentan los glaciares, el aumento de las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera, la escasez de agua dulce y la expansión creciente de los desiertos; así como la fuerza inusitada que distinguen ahora a los huracanes, ciclones y tifones y el incremento inusual en sus frecuencias. La catástrofe medioambiental que se anticipa será de tal magnitud, que algunos expertos consideran que para el año 2030, el Ártico podría llegar a ser un océano sin hielo y tres décadas después, el nivel del mar alcanzaría hasta 3 metros.
Panamá, que es uno de los muchos países del mundo en desarrollo cuyas emisiones de gases de efecto invernadero no son significativas, firmó el 22 de abril de este año el Acuerdo de París en la sede de la ONU y casi cinco meses después, mediante la ley 40 del 12 de septiembre, lo ratificaba a través de un acto público de contenido esencialmente mediático. Allí y sin apartarse o renunciar en lo más mínimo a dudosas propuestas de mejoramiento del clima mundial, se exhibieron como contribuciones panameñas, la creación del Centro Internacional de Implementación REDD+ (ICIREDD), la Alianza por un Millón de Hectáreas Reforestadas y el establecimiento del Marco General para el desarrollo de un Mercado de Carbono; uniéndose de esa forma al coro, de los que ven en la aplicación de esas acciones y medidas, entre ellas los llamados créditos de carbono –verdaderas licencias para seguir contaminando– las soluciones que el mundo necesita para evadir el desastre climático que parece aguardarnos. En este contexto urge cuanto antes, que las universidades públicas del país, principalmente, asuman un protagonismo más visible y controversial, con relación al calentamiento global y a formas menos mercantilizadas y más eficaces, de aportar en la lucha mundial contra el cambio climático.
No hay la menor duda que el mérito principal de la Cumbre de París de diciembre del año pasado, fue alcanzar un pacto climático global que reemplazara al Protocolo de Kyoto, cuya expiración en su segundo período de vigencia, ocurrirá en diciembre del 2020. Además, es la primera vez, por un lado, que el principal emisor mundial de gases de efecto invernadero, los Estados Unidos, ratifica un acuerdo de esta naturaleza y, por el otro, que para entrar en vigor el Acuerdo de París, solamente necesitara menos de un año (el Protocolo de Kyoto tardó casi ocho en hacerlo).
Sin embargo, pese a la euforia y al optimismo que desde su aprobación, el Acuerdo de París despertó, lo cierto es que en toda la redacción de su texto se empleó una retórica bien pulimentada y se escogieron cuidadosamente palabras decisivas, para que los compromisos tuvieran la imprecisión de siempre y los mecanismos de mercantilización del clima terrestre, continuaran intactos. Todo esto nos dejó París, pese a que ya muchos reconocidos científicos y estudiosos del cambio climático, aseguran que aun cumpliendo a cabalidad este acuerdo global o deteniendo por completo ahora mismo todas las emisiones, el mundo se encamina inexorablemente hacia un aumento de la temperatura promedio, entre 3.0 y 3.5º C.
La cita climática de Marrakech, representa otra oportunidad que tienen los líderes y gobernantes de las naciones del mundo, para establecer y definir con claridad las metas, los plazos y las obligaciones, hacia la reducción real y efectiva de las emisiones de gases de efecto invernadero. Es la ocasión para proceder con urgencia con la financiación y transferencia científica y tecnológica, de la que tantas veces se ha hablado y que con tantas frecuencia después se olvida. Ya no hay tiempo alguno, para seguir dilatando la aplicación de las verdaderas soluciones que está dramática realidad exige.
No se puede seguir anteponiendo los intereses de un puñado de corporaciones trasnacionales, a las que solo les importa el lucro y sus colosales beneficios comerciales, en perjuicio de la inmensa mayoría de la humanidad. Tampoco es el momento, como pretenden algunos ilusos y temerarios desde diferentes esferas políticas, militares y científicas, de minimizar los daños y las consecuencias que la actividad humana ha provocado sobre el cambio climático, alegando que con la incorporación de grandes extensiones de tierra, como resultado de estas transformaciones, por ejemplo en regiones como Siberia, se abrirían oportunidades magníficas de incalculable valor, para el comercio mundial.
Hay muy pocas razones para ser optimistas con la cumbre venidera. En todas las anteriores, las naciones industrializadas principalmente, han escogido y defendido la conservación de sus patrones actuales de producción y consumo; la opulencia y suntuosidad de sus sociedades; su modelo agrícola industrial con su 50% de emisiones de gases; la casi absoluta dependencia en la quema de combustibles fósiles; en fin, han optado por el capitalismo intacto y suicida, aun a costa de dejar a la humanidad sin futuro. Eso es lo que nos dejó París hace un año. Es muy probable que eso sea también, lo que nos depara en “La Ciudad Roja” de Marrakech, la Cumbre COP22. Por eso la consigna de la Cumbre de Copenhague 2009 sigue más vigente que nunca: No cambiemos el clima, ¡Cambiemos el sistema!
Por: Pedro Rivera Ramos
Gráfico: Dr. Meddy
Last modified: 14/11/2016