En la madrugada del 13 de agosto de 2020, en tiempos de pandemia y encierro, la comunidad indígena nasa del resguardo de Corinto, departamento del Cauca, estaba alerta. El día anterior había iniciado un desalojo de las fincas que hasta hoy se están recuperando en el marco del proceso de Liberación de la Madre Tierra: más de 2.000 hectáreas de tierras fértiles del valle geográfico del río Cauca que han dejado de servir a los intereses de los terratenientes dueños de los ingenios azucareros y ahora llenan barrigas de las comunidades humildes. Más de 2.000 hectáreas de monocultivo de caña de azúcar convertidas hoy en huertas diversas que rebozan maíz, plátano y yuca. Abelardo Liz, comunicador indígena de la emisora comunitaria Nación Nasa Estéreo estaba listo para ir a cubrir lo que sucediera, pero ni podía imaginar que sería su última cobertura.
El desfile de la represión
Enseguida llegó el desfile de la represión: camiones llenos de efectivos del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD), seguidos de soldados del ejército a pie, seguidos de tractores y vehículos privados de los empresarios preparados para destrozar el alimento que las comunidades tenían sembrado junto a sus precarias chozas de guadua —bambú— y plástico negro. Un operativo bien costoso. La comunidad fue regando la voz y a eso de las 8 ya había unas 200 personas resistiendo con su cuerpo el desalojo. Aun así, el ESMAD consiguió quemar varias viviendas y arrasar sembrados. Alrededor de las 10, la periodista que escribe, quien también hizo cobertura de esta acción violenta, se encontró con Abelardo Liz entre grupos de comuneros. Caminamos juntos, sacamos imágenes de los escombros y cenizas en que el ESMAD había convertido el punto de control que las comunidades habían construido para limitar el acceso de la sociedad externa a su territorio como prevención a la covid19.
Prudentes, conversando sobre la situación, avanzamos poco a poco a unos 300 metros de la zona donde el ESMAD disparaba gases lacrimógenos contra la comunidad en protesta. La fuerza de la gente fue poderosa y los antidisturbios empezaron a recular. Nos relajamos, parecía que el séquito de hombres armados y retroexcavadoras ya se iba a ir por donde habían venido. Abelardo Liz, sonriente, agradable, siempre servicial, avanzó un poco para grabar imágenes de la retirada con la cámara del Tejido de Comunicación We’jxia Kaa’senxi, La Voz del Viento en nasayuwe, la lengua de su madre. Se defendía mejor con la grabadora y su fuerte era la radio, pero ese día estaba en modo reportero audiovisual.
“Abelardo era el despertador de la comunidad porque era quien abría la emisión todos los días a las cinco de la mañana, él se levantaba con su pueblo”, explica Dora Muñoz, lideresa y comunicadora indígena, coordinadora de Nación Nasa Estéreo. Una tarea imprescindible que demuestra el compromiso del joven con su comunidad. “Él era el vocero de todo el pueblo nasa de Corinto y por eso era importante no solo para el proceso de comunicación sino para todo el proceso político organizativo”, sigue Muñoz. “Siempre estaba dispuesto a acompañar y visibilizar todas las dinámicas territoriales y comunitarias”. Desde actividades y acciones de la guardia indígena, de la lucha de las mujeres, y, como ese día, de la resistencia en la recuperación de tierras. Ahí estaba ese 13 de agosto, grabando, cuando llegó donde estaba la comunidad un grupo de unos 25 soldados que estaban haciendo tareas de vigilancia desde otra perspectiva. Para unirse al resto del operativo en su retirada tenían que pasar por un lado de la comunidad, pero, según algunos a modo de provocación, decidieron pasar a través de la comunidad. Esta se alteró.
La balacera de la muerte
Pocas semanas antes se había conocido el caso de violación colectiva de una niña indígena embera chamí en Risaralda por parte de siete soldados. Es por eso que enseguida iniciaron los gritos de “¡violaniñas!” y “¡abusadores!”. Definitivamente, la comunidad a la que acababan de destruir sus casas, sus cultivos, respondió a la provocación con furia y agresividad verbal. Y de un momento a otro inició el traqueteo. La grabación que hasta hoy sigue en mi teléfono móvil no me deja mentir: veinte segundos de ráfagas. 200 hombres, mujeres y jóvenes nasa al suelo. Cinco segundos de silencio. Algún grito sofocado. Veinticinco segundos más de ráfagas intensas. Cientos y cientos de balas, a discreción, desde dos direcciones distintas pero todas disparadas por los gatillos de la fuerza pública. A continuación, pasaron algunos segundos sin balas y empezaron las corredizas. Y no demoró en llegar el grito que la mayoría intuía: “¡Un herido, un herido!”. Grito que rápidamente se multiplicó.
Había tres heridos. Uno de ellos era Abelardo Liz. Una bala le había atravesado el estómago. Tendido en el suelo junto a su cámara a los pocos minutos de ser herido empezó a repetir que tenía mucha sed. Un panorama desolador. A pocos metros de él, el liberador de la madre tierra Johel Rivera agonizaba, y fue el primero en perder la vida pocos minutos después. Más lejos, a unos 50 metros, un líder indígena que prefiere mantener el anonimato había recibido una bala en la rodilla. Los transportes del cabildo indígena que intentaban llegar para auxiliar a los heridos fueron obstaculizados por el séquito de la represión que se los encontró mientras salían del lugar en dirección al casco urbano de Corinto.
Cuando lograron llegar y cargar a los heridos para desplazarlos a un centro médico, la fuerza pública atacó de nuevo los vehículos. Abelardo alcanzó a llegar al precario hospital de Corinto malherido. La intención era derivarlo a un hospital de Cali mejor habilitado para la atención que necesitaba, pero antes de poder hacerlo Liz dejó de respirar. La bala había perforado también su pulmón. Sus compañeros comunicadores y familiares estuvieron con él hasta el último momento.
El tercer herido fue víctima de judicialización: cuando lo llevaron al hospital para evitar perder la pierna debido a la herida de bala fue detenido por la policía. Estuvo en la cárcel más de tres meses hasta que la organización indígena lo logró liberar con cargos de usurpación de tierras sumados a otros más graves de los que no es culpable. Así terminó ese trágico 13 de agosto de 2020, con un desalojo sangriento, un comunero y un comunicador muertos, un herido preso y una comunidad desolada y dividida por buscar responsabilidades.
El peligro de informar en Colombia
“Cuando asesinan a periodistas siempre tratamos de documentar los casos. Con Abelardo fue complicado porque sucedió en plena pandemia. Hasta un año después no logramos viajar a Corinto”, explica Angela Daniela Caro, abogada de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), quien trabaja por hacer justicia por el asesinato de Liz. Según esta organización, son 163 los periodistas asesinados en Colombia por causas relacionadas con su labor comunicativa. Abelardo Liz es el número 161. El número 95, casualmente también asesinado un 13 de agosto, pero de 1999, es el amado y reconocido periodista y humorista Jaime Garzón. De todos ellos y ellas, 29 han sido asesinados a raíz de casos de corrupción política, 28 por actores relacionados con el narcotráfico, 23 por paramilitares y ocho por la fuerza pública.
“El asesinato de Abelardo evidencia una situación muy compleja porque él es el cuarto de cinco comunicadores indígenas asesinados en el Cauca en los últimos años”, denuncia Dora Muñoz. Como Liz, quien había sido anteriormente autoridad del Resguardo Indígena Nasa de Corinto, Efigenia Vázquez, del pueblo kokonuko, fue asesinada por el ejército en un desalojo de un proceso de recuperación de tierras en 2017. “Y en 2011 fue asesinado el compañero Rodolfo Maya por la guerrilla”, recuerda la lideresa caucana. La última voz radiofónica, querida en todo el Cauca, en ser apagada por las balas de la guerra, víctima de un tiroteo entre la guerrilla y la policía en Santander de Quilichao, fue la de Beatriz Cano, el 7 de junio del año pasado. “No es posible que se siga invisibilizando lo que sucede en nuestros territorios en los medios de comunicación principales, por eso los comunicadores indígenas son impresidibles y por eso es una tragedia el asesinato de Abelardo y el de los otros comunicadores”, asegura Vladimir Cocha, autoridad tradicional del Resguardo de Corinto.
Una investigación que garantizaba la impunidad
Abelardo Liz tuvo una siembra —entierro, en términos propios nasa— dolorosa y multitudinaria en su territorio natal, la vereda de La Ester, zona rural de Corinto alejada y fría donde la mayoría de abuelos y abuelas siguen hablando el idioma propio. Dos años después de su partida, en medio de una sensación de impunidad generalizada, en un ejercicio de memoria y reivindicación de justicia, sus colegas comunicadores le han hecho un mural en la escuela rural donde Liz estudió. Dora, con voz rota pero firme, lamenta que “lastimosamente no se espera mucho de la justicia de este país. Sabemos que hay mucha complicidad entre los entes a los que les corresponde hacer justicia y los responsables de esta muerte que son la policía y el ejército”.
Cuando la abogada Caro llegó a Corinto en agosto de 2021 se encontró “con una fiscalía que no tenía el caso priorizado y con unas autoridades locales muy apáticas al caso que asumían que se trataba de una vida más de las tantas que se pierden en este territorio: no se habían prendido las alarmas”.
Cómo prenderlas en un Norte del departamento del Cauca donde la muerte está normalizada, donde los casos de asesinato por motivos políticos, económicos —los llamados ajustes de cuentas derivados del narcotráfico y otras actividades ilegales— e incluso pasionales, se acumulan en fiscalía. La investigación del caso de Abelardo Liz no era distinta a la de muchos otros líderes nasa asesinados en los últimos años como Edwin Dagua, Cristina Bautista, Liliana Peña o Miller Correa, y no estaba andando. Inclusive, las autoridades indígenas locales y la organización zonal, la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN), no tenían un papel activo de búsqueda de justicia, ocupados siempre con las causas estructurales de tanta muerte. “Es totalmente injusto que tengamos que normalizar la muerte”, expresa Muñoz, atravesada por el asesinato reciente de un ser querido.
En 2021 la FLIP se constituyó como abogada de Liz y dio una primera lucha: “La fiscalía no había tenido en cuenta la calidad de periodista de Abelardo dentro de la investigación”. Hoy no hay duda de que Liz fue asesinado precisamente por tener una cámara bajo el brazo, por estar ejerciendo una labor comunicativa que, precisamente, lo convierte en objetivo para aquellos que estén vulnerando los derechos humanos y no quieren dejar rastro de ello. Por otro lado, según Caro, “había vacíos en la recolección de testimonios que estuvieron allá en el momento de los hechos”. Y es que testificar ante el Estado, en un país en el que miembros de la fiscalía salen a las calles vestidos de civil a disparar contra manifestantes indefensos, como sucedió en el paro nacional de 2021, da miedo. Pero gracias a la FLIP se consiguieron nuevos testimonios.
Las pruebas que se tenían en un inicio eran muy básicas: la necropsia y el análisis de los proyectiles que se habían encontrado en la zona. “Se había vinculado a las fuerzas públicas en la muerte de Rivera y Liz, pero no había un avance claro”, denuncia la abogada. Ahora, “con la diligencia de reconstrucción de los hechos, queda claro que el disparo que mató a Liz provino de la zona donde estaba el ejército y que este disparó claramente contra la comunidad”.
El ejército estaba ahí por la posible presencia de guerrilla, en una región en la que actúa la Columna Móvil Dagoberto Ramos de las autonombradas disidencias de las FARC, y “tenía que estar actuando como cordón de seguridad del ESMAD”, continua la abogada. Pero “ese día no hubo presencia de guerrilla y en ese sentido actuó por fuera de las funciones y del marco constitucional y legal”. De modo que no solo el ejército omitió su garantía de protección a la sociedad civil, y ocasionó una clara obstrucción al acceso a servicios de salud, sino que se convirtió en el victimario de dos comuneros desarmados. “Hay una clara responsabilidad del Estado”, sentencia Ángela Caro.
La versión del ejército
La primera versión del ejército, hecha pública por los medios comerciales del país a pocas horas de la muerte de los comuneros, cual defensa oficial, fue que ellos habían abierto fuego contra un ataque de la guerrilla. Después, según pudieron comprobar desde la FLIP, se realizó una investigación interna del batallón de alta montaña nº 8 José María Vezga que sustenta que los soldados no abrieron fuego, sino que fueron víctimas de agresiones de la comunidad. “Versión que, además de ser contradictoria con el primer comunicado, claramente se desmiente con las pruebas que hemos podido aportar”, explica Caro.
“El acompañamiento que ha dado la FLIP refleja aun las falencias que tiene la fiscalía con respecto a casos de asesinato de periodistas. Si no hubiéramos asumido la investigación, esta aún seguiría en punto muerto. El compromiso de la fiscalía debe cambiar, debe ser serio”, reivindica la miembro de la FLIP.
En este 13 de agosto de 2022, dos años después, la comunidad corinteña recuerda a su voz radiofónica favorita. “Callar a Abelardo es callar y atentar contra el caminar de la palabra de los pueblos”, afirma Dora Muñoz. “Esperamos que se haga justicia por el asesinato de Abelardo, de todos los comunicadores y de tantos líderes a los que se les ha impuesto la muerte por defender su territorio”, sigue la lideresa nasa. “Sí, exigimos garantías para la vida y justicia porque para que haiga paz tiene que haber justicia”.
Por: Berta Camprubí @bertacamprubi
Fuente: Diario El Salto
Last modified: 23/08/2022