El proyecto civilizatorio construido en torno al capitalismo atraviesa una profunda crisis que pone de manifiesto no solo las crecientes dificultades del sistema para autorreproducirse, sino también la ofensiva que éste desarrolla contra la vida, cuya sostenibilidad corre serio peligro. Partiendo de este conflicto capital-vida, proliferan tanto las agendas emancipadoras que pretenden defender la reproducción ampliada de la vida como aquéllas que se centran en salvar y redefinir el capitalismo en este momento crítico, aunque ello nos conduzca al abismo social y al colapso ecológico. Si queremos evitar este fatal desenlace, es preciso conocer estas apuestas pro-capital y sus perspectivas de futuro, con el ánimo de adelantarse a las mismas y hacerlas descarrilar desde lógicas alternativas.
Éste es precisamente el objetivo del presente artículo: conocer qué diferentes propuestas disputan hoy en día la defensa de los valores civilizatorios hegemónicos del crecimiento ilimitado, la primacía de los mercados, la reproducción ampliada del capital y la agudización de las asimetrías de clase, género y raza/etnia. Destacamos en este sentido la confrontación actual entre quienes abogan por el avance de un mercado universal autorregulado desde una supuesta perspectiva progresista, por un lado, y quienes aspiran desde claves más extremas a capturar, en un contexto de profunda crisis, la máxima ganancia posible para los capitales nacionales propios bajo la premisa de guerra económica y geopolítica entre bloques regionales, por el otro.
Sea una u otra la agenda que se imponga —o incluso la más que probable síntesis de ambas—, las perspectivas parecen consolidar una versión del modelo global todavía más antidemocrática, excluyente y violenta. Concluiremos el artículo señalando cuáles pudieran ser, en nuestra opinión, las claves que definen la nueva versión del viejo proyecto civilizatorio de la modernidad capitalista, en el que el poder corporativo tejido alrededor de las grandes empresas transnacionales cobra un gran protagonismo.
El conflicto capital-vida se agudiza, pero también la disputa entre capitales
Atravesamos momentos de gran incertidumbre sistémica, cuyo origen reside básicamente en dos grandes nudos a los que el sistema vigente parece no encontrar respuesta.
Por un lado, el capitalismo evidencia serias limitaciones para iniciar una nueva fase expansiva de crecimiento económico, que genere un círculo virtuoso de productividad, rentabilidad, inversión, empleo y consumo. En este sentido, la propia OCDE pronostica un lánguido desempeño económico global hasta 2060, [1] lo que refuerza la idea de que cada vez es más complicado reproducir el flujo del ingente excedente generado por un sistema financiarizado, sobrecomplejizado y desregulado, además en un marco de austeridad y grandes desigualdades estructurales. En este contexto, se visualizan con mayor nitidez las contradicciones de un sistema incapaz de poner en marcha una revolución tecnológica con potencialidad para impulsar un círculo virtuoso como el antes citado. Si la apuesta es, en este sentido, la automatización y la robótica, no hay seguridad alguna de que ésta tenga una incidencia generalizada sobre la productividad del conjunto del tejido económico global. Incluso existen serias dudas sobre si el hipotético saldo de empleos de este proceso sería negativo y no positivo, destruyendo más empleo que el que se pudiera crear, tal y como señala la UNCTAD. [2] En todo caso, más allá del debate sobre si el capitalismo es capaz de reinventarse de nuevo en un contexto de profundas limitaciones, sí que podemos afirmar tajantemente que este afronta grandes dificultades en el corto, medio y largo plazo, lo que nos aboca a décadas de fuerte inestabilidad.
Pero, por otro lado, a los problemas del sistema económico para reproducirse se les une un segundo elemento generador de incertidumbre, que no es sino el gravísimo colapso ecológico en ciernes. Se trata, en palabras de Tanuro, [3] de una catástrofe silenciosa provocada por el cambio climático y por el agotamiento de las tres fuentes de energía fósil sobre las que se ha asentado el patrón de desarrollo desde la segunda guerra mundial: el petróleo, el gas y el carbón. Si el petróleo ya ha alcanzado su pico, el carbón y el gas lo harán en las próximas décadas, tratándose de recursos —sobre todo, el petróleo— imposibles de ser sustituidos por otros, renovables o no, debido a una capacidad de transporte, almacenamiento, múltiples usos y alta densidad energética sin igual. Por tanto, nos enfrentamos, sí o sí, a una reducción de la base material sobre la que opera nuestra sociedad global y, en consecuencia, a una profunda transformación de las fórmulas hegemónicas de producción, consumo y organización social.
Vinculando ambos procesos —límites del capitalismo y colapso ecológico—, se explicita la gravedad del momento presente, ya que la hipotética superación del primero de los procesos no haría sino ahondar la catástrofe ecológica, mientras que enfrentar de manera taxativa el segundo exigiría descentrar el capital y los mercados como valores hegemónicos y, por tanto, trascender completamente el modelo civilizatorio articulado en torno al capitalismo. El piso se nos mueve a todos y todas y, lo queramos o no, grandes cambios se avecinan, en uno u otro sentido. Asistimos, por tanto, a una fase histórica especialmente crítica, marcada por la crisis del capital y por el conflicto de éste con la vida misma, dando lugar a un recrudecimiento de la disputa de agendas y sujetos. Y no hablamos solo de la confrontación de quienes defienden la vida frente al atolladero al que nos conduce el capital, sino también entre los que pretenden mantener el statu quo capitalista, pero desde parámetros diferentes a los hasta ahora hegemónicos.
Surge en este sentido una nueva versión capitalista nítidamente reaccionaria, que Trump abandera pero en la que se inscriben fenómenos como el auge de la extrema derecha en Europa, el Brexit o Putin, por poner solo algunos ejemplos. Esta nueva propuesta política en boga se reproduce ante la creciente deslegitimación de la hasta ahora agenda hegemónica del capital, que denominamos capitalismo universalista. Este se ha sustentado sobre dos pilares fundamentales: en primer lugar, la apuesta por un mercado único global y autorregulado —o al menos conformado por grandes bloques económicos que colaboran entre sí, a través de pactos entre diferentes capitales, encarnados en tratados y acuerdos multilaterales—, que garantice el comercio y la seguridad de las inversiones a nivel planetario; en segundo término, un modelo de gobernanza política sustentado sobre un relato de democracia formal, respeto a los derechos humanos y defensa de la diversidad y la multiculturalidad, edificado sobre una estructura multilateral a tal efecto.
Para garantizar este mercado de proyección universal se apuesta principalmente por tratados y acuerdos regionales y globales de comercio e inversión. Estos pretenden conformar una nueva gobernanza corporativa, que institucionalice nuevas estructuras de convergencia reguladora entre regiones —para armonizar a la baja en protección social y ambiental—, y que acabe de implantar una lex mercatoria [4] sostenida sobre tribunales privados de arbitraje, en los que las corporaciones tienen la capacidad de denunciar a las instituciones públicas si éstas amenazan sus beneficios. Como hemos señalado previamente, este proyecto sufre hoy en día un creciente descrédito, evidenciándose que el valor fuerte del capitalismo universalista —el mercado autorregulado— es incompatible con el segundo —democracia y derechos—, que se convierte en pura retórica, tal y como muestra esta ofensiva contra el poder legislativo y judicial. Se constata así la primacía del capital sin caretas democráticas e inclusivas, condenando a las grandes mayorías populares al desempleo, la precariedad, la exclusión y, en definitiva, a múltiples y diversas fórmulas de dominación. Así, un proyecto retóricamente universalista, progresista y pacifista, en su pretensión de desarraigar la dimensión económica del resto de variables sociales, políticas y culturales a partir de la constitución de un mercado global autorregulado, acaba explotando a la vasta y diversa clase trabajadora y amputando los mínimos resortes democráticos en el altar de dicho mercado. Karl Polanyi, en su certero análisis realizado hace ocho décadas, ya alertó sobre estos intentos de desarraigo, situando en el patrón oro y en el impulso universalista del capital la génesis de las guerras mundiales y los fascismos que asolaron la primera mitad del siglo XX. [5]
Pero esta deslegitimación del capitalismo universalista, como antes hemos especificado, no es solo evidente para las propuestas emancipadoras en defensa de la vida. También lo es para quienes abogan por una redefinición del statu quo. Estos constatan, por un lado, cómo este modelo universalista ha roto los consensos o pactos nacionales entre capital y trabajo en base a diferentes formulaciones del Estado del Bienestar —fundamentalmente en el Norte Global, que es donde éstas se permitieron, y que han sido base de cierta estabilidad social y política—, sin ofrecer alternativa alguna a las lógicas de deslocalización, terciarización, desinversión interna, desempleo y precariedad vinculadas a la globalización neoliberal. Y, por otra parte, consideran que la delegación de soberanía nacional a órganos supraestatales, propia de la lógica de los acuerdos y tratados regionales y globales, impide el desarrollo de políticas autónomas y constriñe las capacidades económicas de los capitales propios, al obligar a pactar con los foráneos desde un prisma multilateral, cediendo así necesariamente poder en un momento en el que la tarta no da para todos.
Por tanto, no todos los capitales tienen expectativas positivas en el modelo de capitalismo universalista, ni posibilidad de sustento político y social que garantice su sostenibilidad. Debido a ello, algunos de ellos —sobre todo los que tienen su matriz en el Norte Global, y que acumulan por tanto un notable poder de negociación—, apuestan por ampliar su trozo de tarta frente a otros, transitando del universalismo a la guerra económica. Se plantea así la posibilidad de impulsar un relato y una agenda que prime la defensa de los capitales nacionales frente al capital en general; que limite el costo de la apuesta global en su retórica multilateral; que integre en su base política no solo al capital nacional, sino también a parte de la clase trabajadora ávida de recuperar inversión y empleo y que ha sido despreciada por las élites beneficiadas por la globalización; que, finalmente, confronte aún retóricamente con dichas élites desde una ofensiva contra su imaginario liberal y progresista (derechos y libertades fundamentales, igualdad de oportunidades, diversidad sexual, protección del medio ambiente…), situando el debate político en una guerra entre pobres, contra lo otro, centrado especialmente en la migración como fenómeno directamente vinculado a la globalización y sus efectos.
Cuál de estas dos versiones del capitalismo —universalista o de guerra económica— se impondrá en esta disputa en ciernes, nadie lo sabe. En todo caso, la deslegitimación de la apuesta universalista, por un lado, y los estrechos límites que el capital impone a las propuestas de corte populista de derechas que pongan en cuestionamiento la globalización y el modelo pergeñado en las últimas décadas, por el otro, nos llevan a la conclusión de que seguramente la agenda hegemónica será un híbrido de ambas, configurando un modelo de capitalismo más salvaje, dictatorial, excluyente y violento. Veamos a continuación cuáles pudieran ser sus características principales.
Perspectivas del capitalismo que se nos viene encima
La agenda de síntesis que parece prefigurarse en un contexto de crisis de reproducción del sistema semeja a la respuesta de un león herido. Así, a pesar de que se ven cada vez más las grietas por las que brota su sangre, sigue siendo tremendamente peligroso y acumula la fuerza suficiente para conducirnos a la humanidad y al planeta en su conjunto al abismo. Un león herido que, en esta situación, minimiza su retórica sobre democracia, derechos e inclusividad —sacrificados para tratar de salvar al capital—, mientras que posiciona y justifica fundamentalismos, exclusiones y asimetrías como ofrendas necesarias para dicho sacrificio. Bajo esta premisa, exponemos brevemente cuáles podrían ser, en nuestra opinión, algunas de las claves que darían forma a esta nueva versión de capitalismo para las próximas décadas: [6]
1. El poder corporativo, protagonista de la ofensiva final para mercantilizar la vida. Nunca antes las grandes empresas habían atesorado tanta fuerza como durante la globalización neoliberal, configurando una agenda y una estructura cultural y política al servicio de su poderío económico —hoy en día 69 de las 100 mayores entidades del mundo son empresas y solo 31 Estados [7]—. Este ingente poder las sitúa como premisa de todo proceso político, protagonistas y principales beneficiarias de la apuesta por la reproducción incesante del capital. Para ello, abogan, como respuesta a la crisis, por ahondar en la mercantilización definitiva de toda forma de vida y sector, incidiendo especialmente en la contratación pública, los servicios, las economías campesinas, etc., convirtiendo a nuestros cuerpos precarizados —especialmente los de las mujeres—, en pistas de aterrizaje de su estrategia. De esta manera el poder corporativo —que trasciende a las propias empresas, conformando una amplia red de Estados y organismos multilaterales cómplices—, trata de abarcar el espectro completo de nuestras vidas, proyectándose en el marco de una sociedad empresarial, privatizada, centralizada y concentrada en términos de poder —como muestran las fusiones recientes de las seis grandes empresas de la agroindustria [8]—.
2. La lex mercatoria como base de una gobernanza corporativa que pone en jaque la democracia. El poder corporativo vehiculiza su pretensión de avanzar en la mercantilización de la vida a través de la imposición de una lex mercatoria en defensa de la seguridad de la inversión y el comercio, situada por encima del marco internacional de derechos y de la soberanía nacional y popular. La nueva oleada de tratados (TTIP, TISA, CETA, etc.) se enmarca en esta lógica, que debe entenderse como una agresión contra la capacidad institucional de regulación frente a toda traba al comercio y a la inversión, posicionando en ese sentido un nuevo modelo de gobernanza corporativa que genera una institucionalidad conformada, como ya hemos dicho previamente, en base a la convergencia reguladora y a los tribunales privados de arbitraje. De esta manera la democracia —ya de por sí mínima— molesta, y sufre una ofensiva definitiva, instaurando una arquitectura de la impunidad para las grandes empresas, en la que coinciden tanto el capitalismo universalista como el de guerra económica, ya que ambos solo cuestionan quién y cómo negocian los acuerdos, no la existencia ni el contenido de los mismos.
3. La tensión geopolítica y por los recursos escasos se incrementa. La crisis capitalista y la sensación de que la tarta económica no crece —e incluso se agota en términos energéticos— abona el terreno para una agudización de la confrontación entre bloques por el puesto de hegemón, así como por los escasos recursos fundamentales para la vida. Parece entonces que asistiremos a un recrudecimiento de la disputa entre bloques económicos y sus capitales, liderados por las grandes empresas (EE UU, UE y China), de consecuencias imprevisibles, incluso en términos militares. A su vez, asistiremos a una ampliación de los conflictos generados por la situación climática y energética, acompañados posiblemente de una pretensión de acaparamiento de dichos recursos escasos —energía, agua, tierra, etc.— incluso en su versión renovable, bajo el paraguas del capitalismo verde.
4. Una economía estructuralmente sobrecomplejizada, financiarizada y especulativa. Debido a las escasas expectativas de crecimiento económico generalizado en base a una nueva onda larga expansiva, es más que probable que se mantenga e incluso ahonde la tendencia actual de búsqueda de reproducción del capital por la vía financiera. Así, mientras no se sienten las bases que permitan incrementos generalizados en la productividad y en la tasa de ganancia, la crucial cuestión del endeudamiento público y privado seguirá siendo un aspecto de especial relevancia, mientras que las señas de identidad de la financiarización se seguirán trasladando al conjunto del modelo económico. Por tanto, cortoplacismo, ingobernabilidad, lucro y especulación serán conceptos que definan el escenario también en el futuro próximo, incidiendo posiblemente en el incremento de la inestabilidad estructural y de las asimetrías sociales. La apuesta de Trump de derogar los tímidos controles financieros establecidos por Obama tras el crash de 2008, así como el contenido de las negociaciones del TISA, parecen abundar en este sentido.
5. Un modelo de sociedad global más abiertamente excluyente y violenta. La apuesta por el capital frente a la vida en un momento de crisis tiene como corolario la agudización de la matriz excluyente del proyecto civilizatorio en base a la clase, el género y la raza/etnia. De esta manera, el capitalismo heteropatriarcal y colonial se priva progresivamente de toda retórica, mostrando lógicas de fascismo social, en las que se establece un régimen de relaciones de poder extremadamente desiguales que concede a la parte más fuerte un poder de veto sobre la vida y el sustento de la parte más débil. Pareciera por tanto que el relato de la ciudadanía con derechos y de la igualdad pierde valor, y la agenda hegemónica nos ofrece en toda su crudeza su génesis excluyente y violenta, alentando la guerra entre pobres —para ocultar la responsabilidad del poder corporativo— así como desatando la violencia machista, de odio, empresarial y geopolítica de todo tipo.
Éste parece ser el capitalismo que se perfila en este siglo XXI, en un contexto de crisis sistémica y civilizatoria: un modelo pirómano que parece querer apagar el fuego con más madera, dirigido por un poder corporativo que atenta contra la democracia y contra la sostenibilidad de la vida para tratar de mantener el flujo del capital, para lo cual no duda en recrudecer la exclusión y la violencia.
Por lo tanto, desmantelar el poder corporativo, poniendo freno a los nuevos tratados regionales y globales; defender los territorios y los bienes comunes, tanto públicos como comunitarios; desmontar el sistema financiero desregulado y sobrecomplejizado; enfrentar la exclusión y violencia de todo tipo; así como abanderar la democracia como valor fundamental, entre otras cuestiones, son prioridades estratégicas para cualquier agenda alternativa que pretenda avanzar en defensa de la vida y del bien común.
Por: Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate es investigador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.
Gráfico: centrodeperiodicos.blogspot.com
Last modified: 27/06/2017