Cuando se cumplen más de treinta años de la tragedia de Chernóbil, queda evidentemente claro que la energía nuclear no es la energía que la humanidad necesita para su futuro. Siempre será preferible buscar energías alternas o tradicionales para resolver la generación eléctrica de nuestras ciudades.
En la madrugada del sábado 26 de abril de 1986, hace poco más de tres décadas, en una apacible ciudad de nombre Chernóbil, localizada a 100 kilómetros al sur de Kiev, capital de Ucrania, sus habitantes fueron completamente sorprendidos, cuando una poderosísima explosión tiene lugar en el reactor número 4 de la central nuclear V.I. Lenin y casi de inmediato, son liberadas al ambiente aproximadamente ocho toneladas de combustible altamente radiactivo, que cobra la vida de entre 30 a 50 personas por exposición directa y varios miles más, en las siguientes semanas. Se iniciaba así un desastre nuclear de dimensiones apocalípticas, cuyas emisiones radiactivas y consecuencias ulteriores, alcanzarían no solo los territorios de Ucrania, Bielorrusia y Rusia, sino también a gran parte del norte de Europa, Inglaterra, China y hasta los Estados Unidos.
Este grave accidente industrial se produce casi diecisiete meses después, cuando en otra madrugada pero de la ciudad india de Bhopal y por fallas también atribuibles principalmente al factor humano, son expulsados gases tóxicos de una fábrica de plaguicidas de la filial india de Union Carbide Corporation (UCC), entre los cuales se encontraban 35 toneladas del peligroso isocianato de metilo, compuesto intermedio para la fabricación del insecticida Sevin. Como consecuencia de ello, morían solo en las primeras horas de exposición, más de 6,000 bhopalíes.
El 30 de septiembre de 1999, en la planta de procesamiento de combustible nuclear de Tokaimura, situada a 120 kilómetros del nordeste de Tokio, Japón, se produce en su instalación de conversión –que según reportes solo funcionaba dos meses al año– serias irregularidades injustificables en las normas de seguridad de la Planta, lo que provoca un accidente nuclear de nivel 4 en la escala INES (International Nuclear Event Scale), con saldo de dos trabajadores muertos y la afectación de otros 60.
Casi doce años después, el 11 de marzo de 2011, Japón es sacudido por un potente terremoto de magnitud 9 en la escala sismológica de magnitud de momento (Mw), que una hora más tarde, es acompañado por un impresionante tsunami con olas que alcanzaron hasta 40 metros, determinando así la ocurrencia de una serie de incidentes en la Central Nuclear de Fukushima I, que entre otras cosas, causó la fusión del núcleo de los tres reactores nucleares que estaban activos en esos instantes. No fue solo hasta un mes después de este evento, cuando la Agencia de Seguridad Nuclear e Industrial de Japón, incapaz de seguir ocultando la magnitud de lo acontecido, elevó la gravedad de la tragedia de Fukushima I al nivel 7 de INES, mismo nivel que se usara para calificar hace 31 años lo acontecido en Chernóbil.
Otros muchos desastres químicos, nucleares o industriales, con sus secuelas y daños incalculables, permanentes e irreversibles sobre los ecosistemas y vidas humanas, se han venido produciendo con cierta frecuencia, desde la Revolución Industrial hasta la fecha. En casi todos ha estado presente como fuente, catalizador o detonante, el factor humano; ese que en forma de decisiones desacertadas, fallos de diseño, descuidos injustificables, comportamientos imprudentes, tensiones mal manejadas en situaciones de emergencia, uso de procedimientos inadecuados o la prevalencia de los intereses del negocio y las tecnologías nucleares, por encima de los que atañen a los seres humanos o al ambiente, ha sido el elemento delineador más importante de la trascendencia y dimensión que han alcanzado las tragedias ocurridas. Entre ellas, la humanidad ha conocido poco menos, del centenar de pruebas nucleares realizadas por el ejército de los Estados Unidos desde 1946, en los atolones de Bikini y Enewetok, que han convertido a estos paradisíacos lugares, en sitios inhabitables por un espacio superior a los 10,000 años. En la guerra contra Vietnam, este mismo ejército roció durante más de diez años sobre extensas áreas del centro y sur de este país, una dioxina en concentraciones altamente tóxicas conocida como el Agente Naranja, con la finalidad de provocar la muerte de cientos de miles de vietnamitas, destruir sus fuentes principales de alimentación, arrasar millones de hectáreas de bosques y fértiles valles y causar devastadores efectos sobre la salud de millones de sus habitantes.
Años más tarde, al final de este desgarrador y sangriento conflicto, tiene lugar en la madrugada del 28 de marzo de 1979 el accidente nuclear de Three Mile Island, en Pensilvania, Estados Unidos, donde por errores netamente humanos, se produce la fusión parcial del núcleo de uno de sus reactores, haciendo que este suceso alcanzara el nivel 5 (accidente con consecuencias amplias), según la escala de INES. En esa larga lista de catástrofes deben aparecer también, por sus altas cifras de víctimas y el papel fundamental de las negligencias humanas, la tragedia de Texas en abril de 1947, con la explosión de 2 mil 300 toneladas de nitrato de amonio a bordo del buque francés Grandcamp; el accidente de contaminación radiológica de nivel 6, en septiembre de 1957, en un pueblo de nombre Kyshtym, territorio de la antigua Unión Soviética y el mayor desastre industrial de la historia ocurrido en la ciudad india de Bhopal, el 3 de diciembre de 1984.
Chernóbil, esa colosal catástrofe nuclear que estremeciera al mundo en 1986 y cuyas víctimas humanas jamás se podrán cuantificar con suficiente exactitud, nos ha legado, por muchas generaciones más, el sufrimiento de millones de personas afectadas (con cáncer, diabetes, malformaciones, mutaciones genéticas, enfermedades cardiovasculares), profundos y permanentes daños medioambientales y un extenso territorio contaminado con plutonio radiactivo 239, que no podrá ser habitado nuevamente sino solo después de 24 mil años. Allí quedó enterrado y sellado en el reactor número cuatro, el 95% del combustible nuclear que no escapara al aire, es decir, aproximadamente 185 toneladas de este peligroso magma, que al fundirse con los metales, los componentes allí existentes y con los materiales usados para cubrir las ruinas de la explosión, se cree haya formado un elemento totalmente desconocido, al que suelen llamar “la materia de los seis extremos: extremadamente potente, extremadamente caliente, extremadamente densa, extremadamente corrosiva, extremadamente tóxica y extremadamente radiactiva”.
Hoy esa masa altamente incandescente, que había sido aceleradamente cubierta con un sarcófago de hormigón seis meses después de la tragedia, desde noviembre del 2016 ya cuenta con una estructura móvil llamada Nuevo Sarcófago Seguro, que se prevé dure más de un siglo y está equipada con grúas controladas a distancia, que permitirán el desmontaje de la peligrosa vieja cobertura, altamente corroída y con muchas grietas en su superficie, lo que facilitaban la salida de las emisiones radiactivas allí contenidas.
Lo ocurrido en la central nuclear de Chernóbil, así como en la de Fukushima y en otros desastres de naturaleza similar, prueban que ninguna barrera de seguridad o protección radiológica serán suficientes, que ninguna tecnología será nunca infalible, que ningún protocolo será lo suficientemente seguro, para mantenernos alejados de los riesgos y daños considerables que sus actividades pueden producir. Alentar el uso de la energía atómica como una solución a los graves problemas de generación eléctrica en las ciudades, minimizar sus evidentes y reales peligros para el planeta y todos los seres vivos, o tratar, como hace el Informe del Comité Científico de Naciones Unidas sobre los efectos de la Radiación Atómica (UNSCEAR 2000), de justificar sin mayor fundamento, que el miedo y no la radiación, explican el incremento significativo de algunos desordenes psicosomáticos entre la población expuesta o que vive en territorios contaminados, es la vía más expedita y más irresponsable para colocar a la humanidad a merced de desastres atómicos, con consecuencias muchos más graves e irreversibles que las de Chernóbil o Fukushima.
Seis años después de la tragedia en Fukushima, evento que según afirman, experimentó un terremoto que modificó el eje terrestre en casi diez centímetros, no existe aun una fecha definida para desmantelar los reactores o sellarlos en hormigón, el Océano Pacífico no disminuye los altos niveles de radioactividad adquiridos después del 11 de marzo del 2011 y los vertidos de agua radiactiva al mar siguen impactando considerablemente los ecosistemas marinos, situación que no cesará mientras no se sellen todas las fugas radiactivas. Por ello la desconfianza generalizada y los temores justificados de amplios sectores de la población mundial, hacia la tecnología e industria nucleares, aumenta cada día más.
Esta realidad no solo se fundamenta en el hecho de que los incidentes graves en este sector –nos aseguraban con cierto halo de autoridad sus promotores y entusiastas– ocurrían cada 200 años, cuando lo cierto es que no superan ya los 30; sino que resulta muy frecuente encontrar un marcado entrelazamiento y sospechosa coincidencia, entre los intereses de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) y los de las principales corporaciones nucleares. Hoy el miedo a los efectos catastróficos que acompañan a un accidente de naturaleza radiactiva ha alcanzado con mucha fuerza a toda Europa, continente que tiene en funcionamiento más de 130 centrales nucleares y donde están bien documentadas las condiciones de envejecimiento e inseguridad en que operan muchas de esas instalaciones.
Las legítimas preocupaciones de cada vez más amplios sectores de la población panameña, sobre el impacto y las implicaciones que para el medioambiente y los seres vivos, representan las actividades relacionadas con la energía nuclear, condujo, hace algunos años atrás, a un grupo significativo de panameños a levantar una campaña para alertar sobre los peligros que significaba, el trasiego periódico de buques cargados de materiales radiactivos y tóxicos por el Canal de Panamá. Aun cuando las empresas navieras aseguran que sus buques están diseñados con todas las medidas de seguridad para transportar este tipo peligroso de carga y que la Autoridad del Canal de Panamá se considera estar preparada también, para enfrentar todo tipo de contingencias en la ruta canalera, ya sabemos por la experiencia de los desastres nucleares descritos, principalmente por Chernóbil y Fukushima, que nunca habrá precauciones suficientes para impedir lo impensado o prever lo imponderable: fallas inesperadas en los equipos de emergencia o ausencias de las medidas apropiadas para el evento en desarrollo.
Por ello, para evitar un posible cierre indefinido del Canal, la contaminación por miles de años de las fuentes de abasto de agua potable de las principales ciudades de Panamá, la muerte de cientos de miles de panameños, la afectación de nuestras áreas y fuentes de alimentos y daños irreversibles a toda nuestra flora y fauna, lo más aconsejable, sensato y racional, es suspender de inmediato el trasiego de estos materiales tan peligrosos, por esta importante vía del comercio mundial.
Cuando se cumplen más de treinta años de la tragedia de Chernóbil, queda evidentemente claro que la energía nuclear no es la energía que la humanidad necesita para su futuro. No importan los argumentos que para defenderla promueven desde 1959 el gran sector empresarial nuclear y mucho menos los expertos y directivos de la AIEA, que suelen invocar su ausencia de generación de emisiones directas de CO2 y el carácter “seguro” de la misma al compararse con otras formas de energía. Lo cierto es que siempre será preferible buscar energías alternas o tradicionales para resolver la generación eléctrica de nuestras ciudades, entre ellas la eólica o solar, ya que las profundas heridas que la energía nuclear produce, son difíciles o imposibles de cicatrizar.
Por: Pedro Rivera Ramos
Last modified: 25/04/2017