La primavera está desapareciendo gradualmente ante nuestros ojos. Pero no se trata de un fenómeno natural. La primavera está siendo silenciosamente asesinada.
Abril con temperaturas de julio, embalses con niveles de verano, suelos y vegetación reseca que arde sin control en marzo, en uno de los grandes incendios más tempranos de nuestra historia. Regadíos que exprimen el agua subterránea comprometiendo la biodiversidad de parques nacionales, y mientras tanto, el agua de boca faltando en Córdoba o en Cataluña. Cereales que no se podrán cosechar. Cabezas de ganado que no tendrán qué comer, sacrificadas, porque su alimento se producía en primavera. El mayor regulador térmico del planeta, los océanos, ha absorbido hasta un 90% del exceso de calor y ya ha dado señales inequívocas de desestabilización, marcando récord tras récord de temperatura. Valiosísimas poblaciones de abejas, escarabajos y saltamontes muriendo. En algunos lugares hasta se tiene que polinizar a mano, añadiendo otro riesgo más a la ya comprometida seguridad alimentaria. Y pese a todas las evidencias incontestables, el negacionismo campando a sus anchas en programas de televisión en prime time.
Una primavera de elecciones, donde algunos observamos, incrédulos, el negocio innegociable: la promesa irresponsable y envenenada de incrementar el riego de la fresa con agua protegida. La locura colectiva de aceptar que alguien prometa a los agricultores agua milagrosa en Doñana.
Neruda fue demasiado optimista cuando dijo aquello de “podrán cortar las flores, pero no detendrán la primavera”. Salta a la vista que podrán. ¡Y tanto que podrán! Pero, ¿quiénes son los responsables? ¿Cómo hemos llegado a esta situación?
Grandes empresarios e inversores, junto a la mayor parte de los responsables políticos (que también son, indefectiblemente, responsables de la crisis ecosocial), tienen la mayor cuota de responsabilidad, sin duda. Pero casi todos aceptamos las reglas del juego y permitimos que cosas como el caos climático o el agotamiento de los recursos hídricos se agraven sin apenas respuesta. Esto no se arregla con acciones individuales, sino con una contundente acción colectiva que imponga cordura y frene unas inercias que no se van a detener por sí solas. Las 100.000 personas que colapsaron el centro de Londres durante cuatro días para exigir acciones contundentes comprenden bien esta obviedad. Los medios de comunicación que silenciaron esa convocatoria pacífica y masiva, mientras amplifican acciones más discutibles y minoritarias, también lo están comprendiendo a la perfección.
La primera de las dificultades para salir del embrollo radica en que no admitimos que se hable claro. Mentimos y aceptamos mentiras. Por nuestro interés cortoplacista, por ignorancia o por dejarnos llevar. Y, al no hablar claro, nos ponemos a nosotros mismos ocho grandes zancadillas que nos impiden avanzar en la resolución de la grave crisis ambiental y social; de la que se derivan pandemias, tensiones geopolíticas, desastres financieros y el calentamiento de la atmósfera y de los océanos. Zancadillas que van desde el negacionismo a la presión del egoísmo, desde la hipocresía organizada al tecnoptimismo, desde la huida hacia adelante hasta la tendencia a la autodestrucción, desde la creencia en milagros a los paripés ambientales, también conocidos como greenwashing, ecoblanqueo o postureo ambiental. Unas zancadillas que hablan de una sociedad enferma (la codicia mata más gente que la contaminación atmosférica) y, sobre todo, de una sociedad bloqueada, incapaz de madurar y aceptar que, especialmente ahora, menos es más, y parar puede ser la única manera de avanzar. Si te encuentras cercano al borde de un precipicio ¿es acaso progresar una buena opción?
La primavera está siendo silenciosamente asesinada por la ignorancia, por la prepotencia, por el exceso de optimismo, por la falta de cooperación y de valentía. En el exceso de optimismo, por ejemplo, tenemos varios casos evidentes: la captura y secuestro de carbono, que no funciona, el hidrógeno verde, un concepto que a día de hoy es un oxímoron más –y que en nuestro territorio sin lluvia es claramente una apuesta muy peligrosa–, o la fusión nuclear, a la que le faltan 50 años desde hace 50 años. Casi cualquier cosa vale. Todo con tal de no afrontar que, más que falsas esperanzas que nos hacen esperar milagros más de la cuenta, lo que necesitamos es activación y altas dosis de realismo.
Esperanza, sí, siempre, pero en su justa medida. Y entremezclada con rabia, el ingrediente indispensable de cualquier avance en cuestión de derechos a lo largo de la historia. El voto de la mujer, la jornada de ocho horas o los avances en la descolonización han provenido siempre de las luchas, de la desobediencia civil, del conflicto. Y ahora nos estamos jugando algo, si cabe, más importante, porque sin ecosistemas sanos y climas estables no habrá mucho más que salvar o conservar. Sin embargo, parece que seguimos sin comprender que sólo con diálogo, informes y artículos en prensa, no llegamos. El conflicto en una situación de injusticia que se pretende silenciar es nuestro aliado.
Por muchas renovables que se instalen –de maneras muy cuestionables, además, con poca participación de la gente del territorio y con una mentalidad cortoplacista en busca del beneficio económico–, si el consumo energético sigue aumentando tenemos el resultado esperable: 2022, récord de instalación de renovables y, a la vez, récord de emisiones.
La transición ecológica imprescindible es un problema más cultural que técnico, es más de reducir –consumo superfluo, desperdicio, desigualdad de la riqueza– que de añadir placas y molinos sin apenas planificar. Las alternativas realistas que se quieran presentar a la sociedad tienen que incorporar esta dimensión o se quedarán cojas.
Estamos subidos en la trepidante locomotora de la historia, que cada vez acelera más y más, hasta el punto de haber vuelto a aumentar el uso de carbón. Y esa locomotora va tan rápido que cada vez tiene menos estaciones donde parar. ¿Y qué le ocurrirá a una locomotora que apenas tiene donde parar y que cada vez tiene menos combustible? Nada bueno. Tendríamos que estar reduciendo las emisiones de gases de efecto invernadero a toda velocidad, pero parece que lo único que coge impulso es la inercia, una inercia que nos lleva inexorablemente hacia el final del trayecto.
Cuando, en 1962, la bióloga marina Rachel Carson escribió Primavera silenciosa, alertando sobre los peligros del DDT, los grupos industriales que iban a verse afectados por su investigación fueron eficaces ridiculizándola. Desprestigiar a una mujer investigadora en aquellos tiempos era, además, sumamente sencillo. Rachel Carson falleció joven, dos años después de publicar su obra más importante, y no pudo llegar a ver cómo logró cambiar el mundo, pero vaya si lo logró. El DDT se prohibió en la década de los setenta, y gracias a su trabajo incansable se salvaron incontables especies y vidas humanas. Gracias a ella nuestro mundo es mejor.
Pero volviendo al presente, el silencio reina de nuevo en otra primavera. Las aves siguen declinando globalmente. Tampoco se dejan ver casi los insectos que antes llenaban los parabrisas de los coches en cualquier viaje. Y el colapso de las poblaciones de insectos es la antesala de otro tipo de colapsos aún más peligrosos.
Actualmente, esa misma oposición interesada se está dando ante los que no tenemos problema en asumir algo que un niño pequeño entiende sin problema: no se puede crecer eternamente en un planeta finito. De la misma manera que un edificio no puede crecer hasta el infinito porque, cuanto más crece, más pone en cuestión su propio equilibrio. De la misma manera que una persona cuando llega a la madurez, deja de crecer, y se estabiliza porque de lo contrario la gravedad le acabaría haciendo besar igualmente el suelo. De la misma manera que nada crece eternamente en el universo –que sepamos– salvo la estupidez humana.
Pues bien, aunque cada vez hay más literatura científica al respecto de la necesidad de abandonar el crecimiento como meta, aunque los organismos internacionales, numerosos expertos y cada vez más políticos –incluso presidentes de gobierno– están perdiendo el miedo a hablar de ello, es curioso ver que la respuesta –muy especialmente del sector económico– es negar la mayor y seguir emperrados en una idea suicida, hasta para el propio desarrollo económico. El capitalismo sin control es su peor enemigo; alimentado por una codicia infinita, compromete el futuro de la humanidad, incluyendo su propia existencia como modelo socioeconómico.
La primavera está siendo asesinada. Luego caerá el otoño. Hasta que nos quedemos sin estaciones estables, sin combustible y sin frenos, y la locomotora en la que vamos subidos se estrelle irremediablemente. Y el que calla, otorga. El silencio nos hace cómplices. Cómplices de un asesinato al que aún podemos hacer frente organizándonos para detener a los que no se detendrán jamás. El pueblo es quien más ordena.
Autores: Juan Bordera. Es guionista, periodista y activista en Extinction Rebellion y València en Transició. Es coautor del libro El otoño de la civilización (Escritos Contextatarios, 2022). Desde 2023 es diputado por Compromís a las Cortes Valencianas.
Fernando Valladares. Es doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad Complutense de Madrid, profesor de investigación en el CSIC.
Tomado: ctxt.es/es
Last modified: 24/03/2024