Tenemos a Panamá en el corazón. Bueno… no exactamente. Tenemos a una Panamá en el corazón. La Panamá de las y los “nadie”, los que la han construido con su trabajo y su sangre, con su poderosa invisibilidad, con su afán por la vida y con su capacidad de resistir en las grietas de un sistema perverso.
Hace 10 años, un 27 de febrero de 2011, mientras documentábamos una pequeña protesta por la represión que se vivía en San Félix, fuimos detenidos junto a otras 14 personas. Tras un operativo desproporcionado, nos llevaron a la comisaría de El Chorrillo y, a partir de ahí, una maquinaria de propaganda se activó desde el Palacio de Las Garzas para desacreditarnos y justificar una expulsión ilegal e inmoral. Después de 48 horas privados de libertad y de nuestros derechos, después de amenazas en la madrugada y de presiones mediáticas, nos metieron en un avión con vigilancia y nos expulsaron del país donde estaban nuestros amigos, nuestro trabajo, nuestra casa… En nuestras vidas supuso una transformación radical cargada de rabia, frustración, tristeza y cabanga sin remedio. En el movimiento social y de derechos humanos, un golpe más tras un año y medio de intenso hostigamiento.
Hoy, 10 años después, queremos aprovechar el aniversario para denunciar que nada ha cambiado, porque la Panamá del poder es gatopardista y gusta de cambiar todo para no cambiar nada. La violencia estructural contra las mayorías no ha cesado desde la Colonia. La independencia cambió a los capataces de la finca, pero las mayorías siguen siendo tratadas como bienes muebles utilizables para el beneficio de muy pocos. Los que sobran son población superflua, gente no funcional para el proyecto rentista. La prueba está en lo que ahora sabemos de los albergues de menores. En un Estado sensible, lo ya conocido haría estallar todo, revisar todo. Eso no va a ocurrir, como ningún cambio de fondo se produjo tras la muerte de cinco menores de edad a principios de enero de 2011 en el Centro de Cumplimiento de Tocumen, donde ardieron vivos mientras los agentes se mofaban de ellos ante las cámaras de televisión.
Nada cambió tampoco tras el envenenamiento masivo con dietilenglicol (2006), ni tras la salvaje represión de las huelgas de Bocas del Toro (2010), ni tras las denuncias de las mujeres violadas en las comisarías tras las detenciones en San Félix (2011), ni hubo un impacto real de los muertos y heridos en la represión de las movilizaciones de Colón (2012). Jamás habrá justicia para los reprimidos por protestar contra megaproyectos como Chan 75, Barro Blanco o la mina de Petaquilla…
El Gobierno de Ricardo Martinelli –el que nos expulsó- rompió con la costumbre de las élites panameñas de reprimir sin hacer demasiado ruido y sinceró el país: la vaina consiste en beneficiarse rápido a costa del sufrimiento de los nadie y a base de acumulación por desposesión. No importan las consecuencias humanas ni ambientales, porque estas élites siempre han sido cortoplacistas y obtusas. El entonces silencio de Naciones Unidas, el desastroso accionar de la justicia y los legítimos miedos en un país pequeño fueron cómplices de Martinelli y de sus socios en la mafiocracia.
Los silencios siempre son necesarios para seres ruidosos y Martinelli hizo demasiado ruido, tanto que llegó a ser molesto para sus iguales. Grosero, rudo, cargado de la soberbia del dinero, se convirtió en el Trump panameño y, como Trump, su figura logró opacar la estructura perversa que hasta hoy perdura, en la que el ejercicio de los derechos humanos es esquivo para unas mayorías que no son consideradas del todo humanas.
En el Examen Periódico Universal sobre los Derechos Humanos por el que Panamá está pasando ahora, está todo. La ONU denuncia falencias en todos los campos: los derechos de mujeres y comunidad LGTBI, los de las personas con viven con alguna discapacidad, la de los y las privadas de libertad, los de los migrantes y peticionarios de refugio (se rechaza el 99.5% de las solicitudes)… Pero si uno lee el informe que ha presentado el Estado panameño deducirá que el país es el paraíso de los derechos humanos y que la diversidad y el disenso son parte de la genética de esos gobernantes y altos funcionarios que, en realidad, son la empresa de servicios y seguridad de esa pequeña élite atrincherada en los privilegios.
Todo ha vuelto a la normalidad. El problema es que la normalidad es insoportable.
Hoy queremos abrazar a todas aquellas y aquellos que resisten, queremos decirles que no hay ni un día en que no recordemos la solidaridad y el apoyo que vivimos en aquellos días de furia de 2011 y que, aún hoy, forma parte de nuestro patrimonio más preciado. Hemos llorado en la distancia cuando han fallecido en Panamá amigos y amigas sin poder estar presentes, pero celebramos que se mantiene el poderoso tejido sutil que nos conecta al país.
Gracias por tanto y mucha fuerza y creatividad para las luchas que están por venir.
Por: Paco Gómez Nadal y Pilar Chato Carral. Periodistas y miembros de Human Rights Everywhere (HREV)
Last modified: 27/02/2021