Análisis
A nivel regional, la CEPAL pronostica un aumento de la tasa de desocupación del 10%, junto a una marcada contracción económica generalizada, aumento de la pobreza, de las desigualdades sociales y quiebra de numerosas empresas. En tanto, por los lados del BID, se estima que el impacto de la pandemia en la tasa de crecimiento para esta región en el 2020, estará en un rango de -1.8% y -5.5%. De modo que parece que este mundo, se aproxima a una recesión económica mundial a marchas forzadas.
A este panorama tan sombrío, se unen las consecuencias que la pandemia del COVID-19, ha asestado sobre todo lo que simbolizaba y le daba sentido a lo que es intrínsecamente humano. Un mundo de desconfianza entre nosotros se inaugura y donde antes había un semejante, ahora hay un peligro, donde antes un abrazo, ahora una amenaza, donde mirarnos a los ojos era un signo de convivencia fraterna, ahora se elude para ocultar nuestra más completa soledad e inseguridad. Y lo peor de todo es que eso alcanza a nuestros seres más queridos.
Reunirnos y juntarnos para exigir derechos, luchar por un mundo mejor o solo para expresar cuánto de solidaridad y humanidad aún nos queda, es una renuncia calculada a todo lo que estamos dispuestos a perder, para poder salvarnos. Los gestos de cordialidad, afecto y sobre todo de amor, son riesgos que en la “nueva normalidad”, pocos se atreverán a correr. Aparecerá el ser humano que temeroso de todo contacto humano, se aferra a su aislamiento y confinado, ya no en su casa, se refugia en su más interna individualidad. ¿Cómo hemos llegado en este planeta a una situación tan absurda y a la vez demencial?
De modo que esta pandemia, que para muchos gobernantes tuvo solo una lectura desde el campo meramente microbiológico y médico, con su falso y simplista dilema entre salud y economía y donde intencionalmente se dejaba de considerar las profundas raíces sociales, políticas y económicas de su aparición, permitió que desde el miedo real o inducido y las verdades a medias, los pueblos aceptaran con docilidad medidas drásticas contra sus libertades y derechos, justificando tanto el autoritarismo y la intolerancia de las autoridades, como la represión a los que osaban violar las estrictas normas policiales.
Ahora tocara a esa humanidad que no le teme a los desafíos, recomponer este mundo incierto y sombrío que la pandemia nos deja. Contraponerle nuestros sueños y utopías y resistir a la pérdida de nuestra conciencia crítica, al sentido humano a la solidaridad y a la expresión de nuestros más elevados sentimientos. Tareas nada fáciles cuando, como en otras crisis, los gobernantes tratarán de trasladar los costos económicos y la pérdida de liquidez de sus finanzas, no sobre los que muchos tienen, sino sobre las espaldas de los trabajadores y los sectores más pobres de sus países.
Ya está ocurriendo, que paquetes millonarios de estímulo son cedidos con placer como “ayuda” para salvar a los capitalistas y al gran capital, mientras que a la inmensa mayoría de la población le tocará sufrir un mayor deterioro de sus condiciones de vida, ya afectadas sensiblemente por el encierro obligatorio y prolongado de esta crisis sanitaria, social y económica.
Por eso los pueblos y dentro de ellos sus sectores más conscientes y comprometidos, deben rechazar cualesquiera medidas que vayan en detrimento de sus ya afectadas condiciones de vida y de trabajo. No se deberá aceptar ninguna salida impopular a la crisis generada por el COVID-19 en nuestros países; ni mucho menos que el sacrificio entre los trabajadores, signifique privatización de empresas estatales, despidos de los más humildes, cambios en las condiciones de trabajo que conlleven reducciones salariales, lesiones a los derechos y conquistas históricas o intentos por imponernos reformas laborales y sobre la seguridad social claramente nefastas.
En estos momentos tan decisivos, es necesario estar más alerta que nunca para no perder el sentido histórico de los intereses que debemos defender. Y que es solo la combatividad de los pueblos podrá impedir con éxito, que estas medidas y el sacrificio que significan, se hagan cruda y brutal realidad. No podemos permitirnos que las políticas neoliberales, que un día priorizaron la mercantilización de la educación y la salud, en detrimento de los sistemas educativos y sanitarios públicos, ahora quieran condenarnos al hambre, y en consecuencia a la muerte, como si fuéramos los culpables y no las víctimas.
La única “nueva normalidad” que pudiera considerar viable y justa, es aquella donde, por un lado, toda la sociedad participe en repensar nuestras actuales formas de organización, producción y consumo, así como las relaciones insostenibles que hemos establecido con la naturaleza y sus bienes, y por el otro, aquella donde no vivamos aterrados ante la posibilidad, como ahora, de que nuestro sistema de salud y económico se desgaste hasta su colapso.
Asimismo, donde impere el respeto real de los derechos de los trabajadores, legislaciones a favor de los desprotegidos y vulnerables, un reforzamiento serio de todo lo público (salud y educación, principalmente) y que podamos todos juntos, superar la infección del individualismo, la inseguridad y el pánico que esta pandemia nos impuso. En resumen, avanzar en una transformación social y democrática que haga posible ahora sí, un país sin corrupción y sin corruptos, con una mejor distribución de la riqueza y por ende, más solidario y más justo para beneficio de todos.
Por: Pedro Rivera Ramos. Analista panameño
Last modified: 17/11/2020