Aunque ni el Estado ni la sociedad lo admitan, el Ecuador de los femicidios, o más claramente aún, el Ecuador de “los crímenes del poder y la dominación”, como los define la antropóloga feminista argentina Rita Segato, entró ya en lo que ella misma reconoce como “una problemática que trasciende a los géneros para convertirse en una expresión de una sociedad que necesita de una “pedagogía de la crueldad”.
La violencia femicida ecuatoriana, diferente y semejante a la mexicana, colombiana o nicaragüense, cercenó en este feriado de cuatro días en pandemia, las vidas de seis mujeres más, y de sus familias.
Esa violencia, hay que decirlo, no solamente es generada por las prácticas machistas, inhumanas, letales y de desprecio a las vidas y los cuerpos de las mujeres, sino por la inoperancia, la ineficacia e incoherencia de las ‘políticas públicas’ y de las instituciones del Estado, en manos de gobernantes y funcionarios que no quieren aceptar que el fenómeno de la violencia de género es alimentado por el propio Estado, con sus ausencias, sus justificaciones discursivas, sus expresiones, su ineficiencia y sus prácticas.
Cuando aludo a la ‘pedagogía de la crueldad’ que denuncia Rita Segato, me refiero a las atroces formas de tortura inimaginables de padres de familia y “parejas que aman”, y a la ferocidad con la que los victimarios, corrientes hijos del patriarcado, se ensañan con las mujeres a las que agreden y matan, en una espiral de violencia social legitimada por la inacción ciudadana, que también alcanza a las mujeres trans, pues el desprecio y el odio se expresan en todos los cuerpos femeninos que desequilibran su poder y que, por lo tanto, deben ser puestos bajo el molde opresivo disciplinar de ese mismo patriarcado.
Vale la pena reiterar los nombres olvidados y los pocos datos de las últimas seis víctimas, que inexorablemente terminan como relato trunco de partes policiales, de cuadros estadísticos de funcionarios estatales o de la sociedad civil, de autopsias e informes forenses y del fugaz relato periodístico rápidamente reemplazado por el siguiente feminicidio.
Poco o nada se sabe de sus vidas, de su cotidianidad o su última palabra, antes de ser asesinadas por quienes decían amarlas. Las nombro con los pocos datos que aparecen sobre ellas, tan solo para ilustrar la “pedagogía de la crueldad” (ya instalada) y la inoperante política pública que deja su estela en protocolos, guías, hojas de ruta, ruedas de prensa, tuits y mesas de alerta temprana:
Marilyn, 25 años: su pareja la torturó y agredió a golpes, después le descargó cuatro puñaladas en el rostro y le cortó la yugular. El crimen no sucedió de la noche a la mañana: era víctima de violencia y no lo denunció por temor, según relató su padre.
Yomina, 24 años: su padre la encontró envuelta en una bolsa de basura, maniatada y con cinta de embalaje en la casa de un amigo. Quería deshacerse del cuerpo arrojándolo como basura en algún lugar.
Katehrine, 28 años: su conviviente le dio 27 puñaladas, 17 de ellas en la espalda.
Casilda, 59 años, su pareja la atacó con un destornillador hasta matarla y después llamó al ECU911 responsabilizándose del femicidio.
Cristina, 32 años, mujer trans, fue encontrada por su madre con varias puñaladas en la espalda en su propia vivienda. Cuando la madre la llamó, el novio contestó y le dijo que “estaba dormida”.
Maribel, 38 años, recibió 113 heridas con arma blanca.
Seis crímenes en cuatro días que nos llegan como bofetadas pero que no alcanzan a sonrojar las mejillas del Estado ni de quienes tienen la obligación de ejecutar esa discursiva insolente por inepta llamada ‘política pública’, que nunca desentraña ni ataca la causa de todas las causas: la “dictadura perfecta” del patriarcado machista, que es una estructura social, mental, cultural y de poder que dispuso a las mujeres para que vivamos donde la vida no vale nada.
En julio de 2017, ante el aumento de los femicidios, el presidente Lenin Moreno lanzó entre tuits y selfis “La Gran Cruzada” para combatir la violencia de género. De esa cruzada no hubo más noticia que sus fotos y un discurso presidencial demagógico, pues no tuvo como propósito transformar las prácticas machistas en la calle, la escuela, la familia, los medios y espacios privados.
Para empezar, al femicidio siempre se le debió llamar feminicidio, porque no es un tema solo de los individuos victimarios, sino del Estado que nunca cambia la estructura patriarcal que produce la violencia contra mujeres, niñas y niños.
En septiembre de 2020 vetaron totalmente el Código Orgánico de la Salud que buscaba avanzar en la garantía de derechos reproductivos y salud sexual de las mujeres. Con el veto, la palabra de Lenín Moreno al lanzar la olvidada cruzada de 2017, quedó en nada.
A los desaciertos en política pública se suman sus afirmaciones trogloditas, que son el pan diario en América, por gobernantes de todas las tendencias. En enero de este año Moreno dijo: “Los hombres estamos sometidos permanentemente al peligro de que nos acusen de acoso” y añadió “A veces veo (refiriéndose a las mujeres) que se ensañan con aquellas personas feas en el acoso. Es decir que el acoso es cuando viene de una persona fea, pero si la persona es bien presentada, de acuerdo a los cánones, suelen no pensar necesariamente en que es un acoso”.
Unas declaraciones que deberían contrastarse con cada puñalada recibida por las seis mujeres en el feriado. En sociedades machistas como ésta, el discurso del gobernante cae como caldo de cultivo que individuos que carecen de educación y que viven inmersos en contextos de violencia, las reproducen y legitiman contra las mujeres, de diversas formas, provocando más violencia y haciendo realidad la violencia feminicida.
Por: Nelly Valbuena. Comunicadora social y periodista. Diplomada en derechos humanos de las mujeres. Especialista en DDHH y mundo global. Master en Periodismo. Docente e investigadora universitaria. Sobreviviente de cáncer de mama
Fuente: Periodismo Público
Ilustración: Camdelafu
Last modified: 16/11/2020