Especular sobre lo que dos o más personas podrían estar haciendo en secreto es algo mal visto en nuestros tiempos –casi un tabú–, incluso cuando esas personas ostentan una enorme influencia política. El castigo para quien no respete este tabú es el mote de “teórico de la conspiración”, un estigma que indica que su portador no debe ser tomado en serio (o imitado). No contentos con eso, algunos gobiernos que se hacen llamar democráticos vienen considerando seriamente la posibilidad ir más allá, censurando lo que sea que califiquen como “teoría de conspiración”.
Curiosamente, la gran preocupación que despiertan las “teorías de conspiración” –se habla de ellas como una amenaza para la democracia– aplica exclusivamente a internet, pues los medios tradicionales ya están perfectamente controlados por la lógica de mercado y sus propietarios privados.
Un fenómeno reciente, pero con historia
Un experto de la Florida State University, Lance Dehaven, va directo al grano con respecto a lo que estaría detrás del término “teoría de conspiración”: una forma de ridiculizar cualquier sospecha de criminalidad en la élite política; una “etiqueta empleada de manera rutinaria para desechar un variado espectro de sospechas antigubernamentales como síntomas de un pensamiento deteriorado, acorde con la superstición y la enfermedad mental”.
Dice Dehaven que el término no formó parte del vocabulario del norteamericano de a pie sino hasta 1964, cuando la Comisión Warren –que investigaba el asesinato de J. F. Kennedy– sacó su polémico reporte final. Ese año, el New York Times publicó cinco historias en las que el término, entonces raro, apareció en su forma actual, es decir, peyorativa. Luego, en 1967, la CIA dirigió a los medios y periodistas sobre los que tenía influencia –muchísimos, según Carl Bernstein y otras fuentes– para que criticaran a los “teóricos de la conspiración” que ponían en duda el reporte Warren, cuestionando sus posibles motivos ocultos y salud mental.
“Partes del discurso conspirativo parecen haber sido generadas deliberadamente por propagandistas comunistas”, aseguraría entonces la CIA. El involucramiento de la ubicua agencia de espionaje tenía sus razones: “la etiqueta de ‘teoría de conspiración’ suprimía deliberadamente la discusión sobre el lugar que ostentan el secretismo, la vigilancia doméstica y las campañas propagandísticas en la democracia americana”, explica Dehaven. Las labores mencionadas son el espacio natural de los servicios de inteligencia.
El uso político del término sugiere que aquello catalogado como “teoría de conspiración” difícilmente será examinado con seriedad en busca de evidencias. Como nota con mucho tino Dehaven, lo importante no es la teoría en sí misma, sino “su relación con las creencias convencionales”.
De acuerdo con Kathryn Olmsted, historiadora de la Universidad de California, el secretismo político y el sistemático ocultamiento de tramas de corrupción y crímenes de Estado totalmente reales son los factores que, en última instancia, determinaría la enorme difusión de toda clase de “teorías de conspiración” en los Estados Unidos (y el mundo) del siglo 21.
A diferencia de Olmsted, los medios tradicionales nos sugieren rutinariamente algo muy distinto: no existe una base real para creer nada de eso, por lo tanto, quienes prestan oídos a conspiraciones son supersticiosos e irracionales. Quienes nos “cuidan” de las ideas “incorrectas” señalan, además, que habría un riesgo para la democracia en esas teorías, pues erosionarían la confianza en las instituciones tradicionales.
Olmstead tiene a mano muchos ejemplos de conspiraciones reales en la historia reciente. La operación “Northwoods” del gobierno estadounidense, por ejemplo, fue planificada en la década del 60 pero no llegó a realizarse (al menos no bajo ese nombre); los documentos al respecto fueron desclasificados recién en la década del 90. La “conspiración”, urdida desde el Ejército, llamaba a fingir ataques terroristas dentro de Estados Unidos con la finalidad de justificar una guerra con Cuba. A esta conspiración que se quedó en el cajón podemos sumar muchas otras que fueron efectivamente llevadas a cabo, demasiadas como para enumerarlas aquí. Vale la pena mencionar COINTELPRO, la operación que el FBI puso en práctica durante la Guerra Fría para atacar a los opositores a la guerra de Vietnam y acabar con la disidencia política representada en las Panteras Negras y otros grupos de ciudadanos.
Más recientemente, dice Olmstead, las mentiras de la administración Bush, su complot para llevar a su país a Irak, “llevaron a muchos americanos a creerlo capaz de los peores crímenes imaginables”. En esa línea, un sondeo de opinión (Yougov America, 12/09/13) señaló que uno de cada dos encuestados tiene dudas sobre la versión del gobierno de lo ocurrido durante el ataque a las Torres Gemelas, en 2001.
Verificando a los “fact-checkers”
James Corbett tiene un excelente programa periodístico en YouTube, “The Corbett Report”. Sin embargo, ha sido señalado por difundir “fake news” y “teorías de conspiración” en más de una ocasión. Los “fact-checkers” (verificadores de información) que determinan qué es verdad y qué no en internet se encuentran asociados formalmente con redes sociales como Facebook, YouTube o Twitter, y les indican qué debe ser censurado.
Corbett toca temas polémicos y muy actuales, como el rol de Bill Gates y su fundación “filantrópica” en África, India y otros lugares del tercer mundo. Cuando señaló que las vacunas contra la polio, promovidas por Gates, estarían relacionadas con cientos de miles de casos de parálisis en la India, uno de sus miles de seguidores le envió una refutación de su información, hecha por un verificador de datos llamado The Logical Indian (TLI). TLI catalogó la información sobre los casos de parálisis atribuidos a la vacuna promovida por Gates como “engañosa”. Vale anotar que la información usada por TLI para “refutar” el asunto fue tomada de uno de los “padres” del “fact-checking”, Politifact.
El análisis hecho por estos verificadores se preocupó sobremanera de atacar a la supuesta “fuente” de la información, señalando que ella sería una “publicación en (la red social) Instagram”, hecha por el sobrino del fallecido John F. Kennedy, Robert F. Kennedy Jr., un activista antivacunas. Kennedy y su organización, World Mercury Project, sería “una de las fuentes más grandes” de publicidad antivacunas en Facebook, explica TLI.
Pero Corbett no se había basado en ninguna “publicación de Instagram”, sino en reportes y estudios de médicos indios. De hecho, el mismo Kennedy Jr. atribuyó la acusación, en su Instagram, a “médicos indios”, no a su organización ni a sí mismo. Pero los “fact-checkers” prefirieron obviar ese detalle y atribuirle la información a este conocido “antivacunas”.
La práctica de atribuir una supuesta “teoría de conspiración” o una “noticia falsa” a una fuente fácil de rebatir, a las más sensacionalista o espuria que haya a mano, parece ser el as bajo la manga de la constelación de “fact-checkers” que surgió luego de la victoria de Donald Trump, cuando el mundo –de pronto, súbitamente– se sintió amenazado por las “noticias falsas”.
De acuerdo con uno de los reportes científicos en los que se basó Corbett –el documento que los “fact-checkers” debieron intentar refutar–, realizado en 2018 por Dhiman, Prakash, Sreenivas y Puliyel (pediatras, biólogos y expertos en estadística) y publicado por el “International Journal of Environmental Research and Public Health”, se halló una correlación entre las vacunas promovidas por la Fundación Gates y una forma de parálisis infantil. Con información gubernamental recabada entre 2000 y 2017, estos especialistas analizaron la relación entre las dosis de la vacuna suministradas en varias ciudades de la India y la incidencia de esa forma de parálisis en quienes la recibieron, encontrando una relación causal y estimando que el número de afectados llegaría a 491 mil niños paralizados, solo en la India (The Corbett Report, Polio Vaccines, Tetanus Vaccines and the Gates Foundation, 23/06/20).
El peligroso Cass Sunstein
Sunstein, profesor de derecho de Harvard, trabajó para el gobierno de Barack Obama y su oficina de información pública. En uno de sus muchos libros, Sunstein sostiene que la polarización política observada en las redes sociales debe ser controlada por el gobierno. El problema es este nuevo y descentralizado medio, internet, donde las personas se expresan sin la necesidad de atravesar los filtros bien instalados en los medios masivos tradicionales. Sus propuestas se parecen mucho a las prácticas de los servicios de inteligencia en su tradicional lucha política contra organizaciones antiguerra y pro derechos civiles, como los mencionados arriba. Para este alto operador de Obama, una solución plausible sería “infiltrar” a los grupos de conspiradores en internet.
“Quienes normalmente serían solitarios –dice Sunstein– o (estarían) aislados en sus objeciones y preocupaciones, (ahora) se congregan en redes sociales”. Su observación nos recuerda otra hecha recientemente por un exejecutivo de seguridad de Facebook llamado Alex Stamos:
“…gente que siente que ha sido ignorada u oprimida”, estaría usando las redes sociales, “para presionar por políticas radicales”. La declaración, una clara advertencia, fue hecha en una conferencia tecnológica organizada por la OTAN en Estonia (World Socialist Web Site, 05/06/18).
Las preocupaciones de Stamos y los remedios de Sunstein representan la mentalidad que sostiene el statu-quo actual, uno en el que lo que llamamos democracia es controlado por una élite dueña del discurso y los medios de comunicación. El problema no es lo que se dice, ni tampoco la “polarización política”, sino quién lo dice y a dónde apunta esa polarización. Recordemos que ella resulta indispensable para el poder cuando ha de llevar a su ciudadanía a una nueva guerra.
Por: Daniel Espinosa
Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 31 de julio de 2020 / ALAI
Gráfico: Bart van Leeuwen
Last modified: 05/08/2020