“De Seattle venimos, a Seattle volvemos. En medio, veinte años en los que los populistas de extrema derecha y neofascistas han tejido una red de solidaridad internacional con las élites económicas”.
El 18 de septiembre de este año, The Financial Times, la biblia británica del neoliberalismo, asombraba al mundo con una portada amarillo chillón con un solo titular: “Capitalismo. El momento de resetear”. Dos meses después, el goteo de protestas ciudadanas que llevaban sucediéndose a lo largo del año en distintos países son ya tan numerosas que ni la centenaria cabecera puede negar que el sistema empieza a gripar. Hong Kong, Kazajistán, Pakistán, Líbano, Iraq, Sudán, Argelia, Guinea, Francia, Egipto, Nicaragua, Honduras, Haití, Ecuador, Bolivia, Chile, Reino Unido… Más allá de las peculiaridades de cada contexto, hay un consenso sobre las causas y los patrones compartidos de las protestas: el agotamiento de sus protagonistas por el encarecimiento del coste de la vida mientras contemplan cómo la desigualdad se agudiza, la ausencia de un horizonte que vislumbre algún tipo de mejora, el protagonismo de las mujeres en las movilizaciones y la pérdida de credibilidad y, por tanto, de legitimidad, de las élites políticas y económicas.
Tras cuatro décadas de monopolio cuasi global, la política de tierra quemada que acarrea el neoliberalismo ha provocado un levantamiento de parte de la clase trabajadora –extenuada, asfixiada y muy enfadada–, que reconoce y reivindica su diversidad integrada por jóvenes y pensionistas, feministas, ecologistas y ecofeministas, índigenas, afrodescendientes y campesinado, sindicalistas, activistas y miembros del colectivo LGTBIQ… Ciudadanía organizada que se está encontrando cómo sus legítimas demandas están siendo respondidas con pelotas de goma, gases lacrimógenos, porras, arrestos, multas y prisión. Todo ello pagado con sus impuestos por unos Estados que han puesto a sus Fuerzas y Cuerpos de Seguridad al servicio de la defensa de un modelo económico que esquilma, privatiza y concentra en unas pocas manos los bienes comunes, mutila las expectativas de mejora de vida, y aniquila la posibilidad de vida futura en este planeta.
Es lo que ocurrió exactamente hace 20 años en Seattle, cuando decenas de miles de personas –se estima que entre 30.000 y 60.000– llegadas de más de un centenar de países se concentraron entre el 29 de noviembre y el 3 de diciembre en la ciudad del Estado de Washington. El objetivo: impedir la firma del que, se preveía, sería el tratado definitivo y casi global de libre comercio. Presidentes, ministros y funcionarios de primer nivel hasta sumar más de 5.000 delegados de los 135 países representados en la cumbre de la Organización Mundial del Comercio tenían previsto cerrar el siglo con la liberalización total de los mercados, algo que en palabras del entonces ministro español Rodrigo Rato –hoy preso por «apropiación indebida» de fondos de Cajamadrid-, “mejoraría la situación de los países del Tercer Mundo”.
Los habitantes del Sur y el Norte global llevaban años sufriendo las consecuencias de la globalización económica. En los países enriquecidos: la paulatina supresión de derechos laborales, bajadas de los sueldos, deslocalizaciones de la industria, el aumento del desempleo. En los empobrecidos: despojo y expulsión de las comunidades de sus territorios, contaminación de sus recursos naturales, un aumento de la dependencia de la economía sumergida y de las multinacionales deslocalizadas, así como alianzas entre paramilitares, gobiernos corruptos y transnacionales para consolidar el despojo.
Por todo ello, el 30 de noviembre de 1999, decenas de miles de sindicalistas, ecologistas –centenares disfrazados de tortugas-, anarquistas, campesinos y campesinas, intelectuales y activistas de causas muy diversas, marcharon juntos y juntas del brazo hasta rodear el centro de convenciones donde se iba a celebrar la cumbre, bloquearon el centro de la ciudad con su sola presencia e impidieron así que los delegados institucionales pudiesen siquiera salir de sus hoteles. La guardia nacional y la policía antidisturbios cargaron entonces contra la, mayoritariamente, pacífica manifestación. Las imágenes de los comandos policiales bañando en gases lacrimógenos a campesinas indias, lanzando pelotas de goma y granadas aturdidoras contra camioneros estadounidenses, descargando sus porras de manera indiscriminada contra jóvenes ecologistas, dieron la vuelta al mundo.
Se estableció una “zona de exclusión” de 25 manzanas alrededor del recinto del evento, una práctica que desde entonces se ha normalizado para este tipo de eventos. Más de 600 manifestantes fueron detenidos durante las cinco jornadas de protestas. The New York Times tuvo que publicar una rectificación en la que reconocía que una de sus informaciones, que sostenía que algunos manifestantes habían lanzado cócteles molotov, no tenía sustento. El jefe de la actuación policial tuvo que dimitir ante las críticas por la violencia empleada y las detenciones arbitrarias masivas.
A su llegada a la cumbre, el entonces presidente Bill Clinton, que ya tenía previsto presentarse a su reelección, se manifestó a favor de las demandas de los manifestantes –a pesar de las políticas neoliberales de su gobierno– y la cumbre se cerró sin ningún acuerdo. Seattle se convirtió así en la puesta de largo del movimiento antiglobalización, el inicio de una revuelta global contra el neoliberalismo que siguió aflorando en cada cumbre del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, del G20 y en los Foros Sociales Mundiales; que tuvo sus esquejes diez años después en el 15-M, en Occupy Wall Street… Y que, veinte años después, ha eclosionado, con mutaciones propias, en Chile, Francia, Ecuador, Bolivia, Argentina, Haití, Gran Bretaña, Francia, Túnez, Argelia, Líbano, Iraq, Hong Kong, Guinea, Pakistán, Sudán del Sur….
Seattle fue también la presentación mundial de Indymedia, el primer medio ciudadano global creado por anarcohackers mediante código abierto. Así consiguieron que cualquiera pudiese publicar directamente en Internet. Más de un millón y medio de visitas recibieron durante la primera semana, en la que se pudo seguir en directo la contracumbre y la represión policial a través de los vídeos, audios y textos de los propios manifestantes y del equipo de Indymedia.
Una tecnología que seguirían desarrollando en las siguientes cumbres antiglobalización hasta conseguir que se publicasen automáticamente en la web los SMS que enviaban activistas. 140 caracteres: el mismo código que posteriormente se transformaría en Twitter, la red vehicular para la organización y la difusión de las revueltas con las que estamos despidiendo esta década y dando la bienvenida a una nueva en la que el neoliberalismo, la versión más desalmada del capitalismo, no dudará, como estamos viendo, en defenderse con uñas y dientes de los que osen rebelarse. En Francia son ya más de 3.000 los ‘chalecos amarillos’ condenados por participar en las protestas.
De Seattle venimos, a Seattle volvemos. En medio, veinte años en los que los populistas de extrema derecha y neofascistas han tejido una red de solidaridad internacional con las élites económicas. Queda por ver si esta eclosión de protestas ciudadanas en más de una veintena de países puede vehicularse en una vuelta al internacionalismo solidario, demócrata y progresista originario de las izquierdas. De lo contrario, como estamos viendo, la falta de credibilidad en las instituciones políticas y en sus representantes y la falta de expectativas de mejora de vida, seguirá siendo el abono más fértil para los Trump, Bolsonaro, Le Pen y Abascal del mundo. Como lo fue para Hitler y Mussolini en el periodo de entreguerras.
La incertidumbre genera miedo y la cobardía, crueldad. Para combatirla, nada como recordar aquellos obrerones de la industria automovilística estadounidense marchando del brazo, por primera vez, de las ‘tortugas ecologistas’. O aquellas feministas de la mano de los líderes del campesinado francés. Sin ellos y ellas, resultaría difícil imaginar cumbres como la que se está celebrando estos días en Madrid contra la crisis climática, el papel que las defensoras medioambientales están jugando en los países más impunes, que la propuesta The New Green Deal haya resucitado la izquierda estadounidense o que empiece a asumirse que el ecofeminismo puede ser la única salida al colapso ecosociopolítico que vivimos.
Por: Patricia Simón
Reportera transfronteriza especializada en derechos humanos y enfoque de género. Premio de la Asociación Española de Mujeres de los Medios de Comunicación. Le apasiona tanto viajar para reportear al otro lado del mundo, como descubrir y contar los mundos que conviven en la esquina del barrio.
Fotografía: Carga policial contra manifestantes en Seattle (Reuters)
Last modified: 05/12/2019