Aún antes de pisar tierra hondureña comencé a percibir los impactos de la violencia. Fue cuando conocí a Fidelina Sandoval: mi colega cronista tenía 24 años y tras su enorme sonrisa se escondía un suceso terrible. A plena luz del día en las calles de Tegucigalpa le habían disparado a quemarropa. Ella, que se había salvado de las balas de sus sicarios, me regaló sus reflexiones profundas sobre los ataques a la libertad de expresión, así como del grado de descomposición social que define la vida diaria en Honduras.
Hacía pocos años Fidelina había sido obligada a dejar trabajar en la empresa de televisión Globo TV (hoy censurada y clausurada) a costo de su propia vida. Cuando la conocí estaba exiliada, resguardando su vida y la de sus seres queridos/as. Hasta hoy, Sandoval no sabe quiénes fueron los autores materiales e intelectuales del atentado del año 2012. Desconoce los nombres de sus sicarios, como muchas otras periodistas, activistas, defensoras de los territorios. Si bien reconoce que en Honduras “la vida no vale nada”, anhela justicia y no bajará los brazos hasta conseguirla, a sabiendas de que un 98 por ciento de los hechos criminales en quedan impunes.
Enredada con las hermanas activistas hondureñas fui entendiendo el doloroso mapa del conflicto nacional. Todas señalaban la importancia del COPINH (Coordinadora General del Consejo Nacional de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras). El relevante peso de esta organización en las calles reclamando el regreso al orden constitucional tras el golpe de Estado político-militar contra el ex presidente Manuel Zelaya Rosales en 2009 marcaba un punto de inflexión. Así como su articulación con la Organización Fraternal Negra de Honduras (OFRANEH) en confluencia de visiones, trabajo, cultura ancestral y horizontes por la defensa del medio ambiente en la región occidental del país, en los departamentos de Intibucá, Lempira y La Paz y de la memoria viva de los pueblos originarios, obteniendo logros respecto de los reclamos comunitarios. La organización liderada por Berta Cáceres, creada en 1993, se opone a las políticas neoliberales extractivistas de las empresas extranjeras que en ese país quieren adueñarse del agua y de otros recursos naturales bajo la connivencia y complicidad de los Estados Unidos.
Las prácticas espirituales del pueblo lenca fueron históricamente perseguidas y censuradas en Honduras, así como sucede en toda América Latina, producto de la extensa colonización de nuestro territorio y sus cosmovisiones. Sin embargo, con el proceso de formación y crecimiento del COPINH las persecuciones comenzaron a disminuir. La visibilidad de las culturas ancestrales regresaron a la luz del día en contacto con la naturaleza vibrante. Los reclamos de los pueblos indígenas comenzaron a cobrar más volumen y hacerse efectivos. Este dato no es menor pues a Berta la conocimos en la oscuridad, en el marco una cobertura periodística organizada por una organización de mujeres local.
Perseguida, clandestina, representando con su sombra la paradoja del retroceso, la historia repitiéndose como farsa.
La claridad de sus visiones sobre el proceso que atravesaba el país, no obstante, iluminó nuestra ronda de periodistas. Berta echó luz con explicaciones simples, y no menos profundas, sobre las injusticias históricas que se extienden sobre un país diezmado por los golpes de Estado, la privatización de recursos en manos extranjeras y la militarización tanto de los territorios como de los cuerpos.
Al rememorar su compromiso con el movimiento lenca, comenzaba por mencionar la importancia de la figura de su madre, así como la presencia de las ancestras, mujeres indígenas en la lucha por la salud, en la difusión de la medicina natural y en el esfuerzo por enfrentar la represión en el marco de la violencia patriarcal.
Ese día (en algún lugar de Honduras)
El día que llegamos al lugar en donde conocería a Berta Cáceres se realizaba en el mismo espacio, una asociación comunitaria enclavada en el corazón de un bosque verde oscuro, una reunión de trabajo de lideresas de los diferentes departamentos que fiscalizarían las elecciones durante noviembre de 2013 y las violaciones de los derechos de las mujeres de las zonas más empobrecidas y peligrosas de Honduras durante las elecciones presidenciales.
Era de noche y estaba sumergida en mi computadora, transcribiendo alguna entrevista, cuando súbitamente fui llamada a salir al jardín que nos circundaba. Recuerdo el sigilo y la expectativa que llenaba el aire solo ocupado por el canto de los grillos. Cuando salí a campo abierto vi a Berta sentada en un banco de madera, rodeada por una de sus colaboradoras y por mis compañeras de aventuras periodísticas. La entrevista fue improvisada, colectiva, con preguntas que apuntaban a entender la raíz del conflicto y a comprender los motivos de la criminalización que caía sobre su persona. Los interrogantes emergían cargados de consternación. Sin más iluminación que los flashes de un celular, Berta respondía a cada una con paciencia milenaria.
Al rememorar su compromiso con el movimiento lenca, comenzaba por mencionar la importancia de la figura de su madre, así como la presencia de las ancestras, mujeres indígenas en la lucha por la salud, en la difusión de la medicina natural y en el esfuerzo por enfrentar la represión en el marco de la violencia patriarcal. Seguido a esto, desarrollaba los principales aspectos de la lucha de su organización en constante articulación con los reclamos de la resistencia hondureña que emergió tras el golpe de 2009.
Las memorias subsiguientes de esa cobertura periodística en Honduras se me mezclan en un paisaje difuso. Se tiñen
con el miedo que sentí en varios momentos del viaje en el que nos intimidaron los militares encapuchados y armados hasta los dientes. Los recuerdos con anécdotas de hoteles de higiene dudosa a los que nos llevaron que incluyeron picaduras de pulgas que me hacían rascar en los momentos menos apropiados (y reír ¡por fin!) en medio de un viaje con la tensión en aumento.
Éramos cinco periodistas avanzando por carreteras enérgicamente custodiadas por retenes militares a cada lado*. Estábamos realizando la cobertura de las elecciones de noviembre de 2013 en el marco del Observatorio de las violaciones de los Derechos Humanos y resistencias de las mujeres. Repetíamos como mantras los protocolos de seguridad en caso de que cualquier militar nos detuviera y consiguiera así bloquear nuestra labor de informar sobre los abusos relativos a los días de la votación en la que Honduras iría a las urnas para elegir entre Xiomara Castro y Juan Orlando Hernandez (quien hasta hoy extiende su mandato pese a las inagotables denuncias de fraude electoral que acompañan cada elección).
El hecho de visitar uno los países con mayor cantidad de homicidios (85 cada 100.000 habitantes) en proporción a sus ocho millones de ciudadanos, con un feminicidio cada 15 horas me había robado el sueño varios días antes de aterrizar allí. Según las encuestas del año 2013, un 73 por ciento de la población estaba insatisfecha con el modelo de democracia vigente en Honduras, mientras que un 59 por ciento consideraba que las elecciones serían fraudulentas. Se reconocía que había un alto porcentaje de ciudadanas y ciudadanos decididos a que su voto marcara la diferencia en virtud de cambios radicales esperados en todas las áreas de gobierno.
Ese año se planteaba un escenario diferente pues un 80 por ciento de la población manifestaba su voluntad de ir a votar, contradiciendo un abstencionismo que marcaba elecciones anteriores. “Por esto consideramos que estas elecciones se realizarán en un contexto difícil, con confrontaciones y posibles actos de violencia, especialmente en las zonas donde tiene presencia el partido LIBRE, que aglutina a una buena parte de la resistencia hondureña”, señalaba Gilda Rivera S., coordinadora ejecutiva del Centro de Derechos de las Mujeres con base en Tegucigalpa.
La idea subversiva de las lideresas feministas hondureñas fue crear entonces un ‘Observatorio de Transgresión Feminista’ con la participación de defensoras de derechos de las mujeres provenientes de Mesoamérica y de otras regiones, sumadas a 40 defensoras hondureñas. Además de la excesiva militarización en torno de las comunidades intimidando a quien saliera a ejercer el voto, se pronosticaba la compra de votos a cambio de bolsas de comida y descuentos en comercios, sobornos, detenciones injustificadas y desapariciones. La idea entonces era identificar las “violaciones de derechos humanos en el marco del contexto electoral” en ocho departamentos hondureños: Colón, Atlántida, Cortes, Santa Bárbara, Intibucá, Francisco Morazán, Valle y Choluteca. La labor estaría vinculada a un centro de acopio y de articulación de la información para realizar transmisiones rápidas en caso de denuncias, en el ámbito nacional e internacional.
Esa semana estuvo cargada de una adrenalina desconocida. Horas después de conocer a Berta nos alojaron en un hotel, situado al norte del país, en el que soldados desayunaban orondos junto a la compañía de sus enormes fusiles. En ese mismo hotel descubrí impávida un cartel en la piscina que rogaba a los bañistas “no entrar con armas al natatorio”. Memorias que me retrotraen a un sabor amargo, me trasladan al sentimiento de frustración compartido cuando atestiguamos la compra y venta de votos a pocos metros de una sede de votaciones en el departamento de Colón, extremo norte de Honduras. Evidencia encadenada con una victoria electoral plagada de sospechas que colocó a Juan Orlando Hernández en la presidencia desde 2014. Aún siento la desazón de una población a la que ya nadie escucha, que se sabe engañada pero que sale a la calle pese a las balas.
Resuena en mí recuerdo la importancia de escuchar por primera vez, en boca de Berta, un puñado de palabras precisas: la lucha indígena avanza de la mano de un proceso antipatriarcal y descolonizador. Vislumbré apenas la superficie de una relación profunda y sellada de la población indígena y negra con los bosques, con el redoblante de los tambores garífunas, con la energía que viaja por los ríos renovando la vida en sus canales. Atestigüé la fuerza de la resistencia que se oponone a la invasión de los territorios y que entiende la intensificación de la militarización como guerra sobre nuestros cuerpos, sexualidad y pensamientos.
Estas son las enseñanzas más íntimas de los días en que conocí a Berta Cáceres. Una lideresa cada día más viva en nuestra memoria. Una voz convertida en eco que atraviesa fronteras, su denuncia no ha dejado de multiplicarse. Por el respeto a los seres surgidos de la tierra el agua y el maíz. Contra el crecimiento de los fundamentalismos, las agresiones misóginas, patriarcales y machistas en nuestro continente.
Por: Florencia Goldsman
Tomado de: www.lab.pikaramagazine.com
Last modified: 02/12/2018