Al revés de lo que sucede con el machismo, el antifeminismo es siempre explícito y no puede ser inconsciente o inadvertido para el sujeto que lo defiende.
El machismo y el antifeminismo no son exactamente lo mismo. Identificar los matices que los distinguen creo que puede ayudarnos a clarificar algunos debates y a entender algunas cosas que (nos) pasan. Cierto que ambos fenómenos convergen en los mismos sujetos con mucha frecuencia, pero son cosas por lo menos analíticamente diferentes. La mayoría de individuos, grupos, prácticas, costumbres o instituciones que son machistas suelen tener también componentes anti-feministas, pero parece más adecuado reservar el adjetivo antifeminista para calificar a individuos o grupos de tales que se expresan consciente y explícitamente en contra del feminismo como planteamiento político articulado.
A pesar de que a veces se habla de “la ideología machista”, el machismo es más actitudinal que programático; tiene que ver con una actitud vital que incluye desde acciones, conductas y ademanes, hasta aspectos de la personalidad u opiniones no especialmente sistematizadas; conductas y opiniones no sólo sostenidas por hombres, cierto, también en ocasiones son mujeres quienes las ponen en práctica (coincide en esto con el antifeminismo, que también puede ser enarbolado por mujeres). Pero el machismo puede darse en alguien que desconozca completamente la existencia del feminismo y sus planteamientos en favor de la igualdad de género, aunque es verdad que esto –no tener noticia del feminismo– resulta cada vez menos probable. Por supuesto, también puede ejercer de machista alguien que conoce y rebate (o intenta rebatir) los planteamientos feministas, seguramente es lo más habitual. Pero lo chocante es que encontramos machistas bastante evidentes también entre personas, generalmente hombres, que conocen mínimamente el feminismo, algunas de sus aportaciones, de sus análisis… ¡y los aceptan! –o eso dicen.
El colmo de la paradoja: puede haber y hay hombres que ponen en marcha por ejemplo el mecanismo de mansplaining para subrayar la importancia del feminismo de formas profundamente machistas por el paternalismo, la condescendencia o la arrogancia que despliegan (pensaremos que inconscientemente) ante personas, generalmente mujeres, perfectamente conscientes de esa importancia y que conocen bastante más a fondo que el disertador en cuestión los desarrollos teóricos feministas, sus vericuetos, laberintos y complejidades. Esto sucede. Igual que sucede que hay personas, generalmente hombres, que conociendo y aceptando en un plano intelectual general algunos análisis feministas, resultan ser –precisamente desde un punto de vista feminista– unos impresentables en determinados aspectos de la vida privada.
En este punto es crucial la consideración feminista de que “lo personal es político”. El famoso eslogan alude –entre otras cosas– a la coherencia personal entre lo que suscribimos en el plano teórico y la práctica concreta que desplegamos en nuestra cotidianeidad; sería conveniente que estos feministas recién convertidos le dieran una vuelta al asunto. Hay talleres y cursos. En el fondo de este fenómeno, además de una incapacidad de autocrítica notoria, lo que hay es un desconocimiento supino de la profundidad y el alcance del sistema sexo/género en la configuración de las identidades, de lo que somos. Luego retomaré este asunto.
Conocer la existencia del feminismo y mínimamente sus desarrollos teóricos es un prerrequisito para ser antifeminista. Aunque no sea lo más habitual, en pura teoría puede darse el caso de una persona que en sus actitudes y conductas cotidianas no sea especialmente machista y, sin embargo, tenga una postura (intelectual, filosófica, política) netamente antifeminista; por ejemplo, porque desde una defensa de la complementariedad de los sexos no acepte la necesidad de promocionar el valor de la igualdad. Una persona así, generalmente un hombre (antifeminista, pero no brutal o especialmente machista) podría ejercer un machismo de baja intensidad como el de la caballerosidad en el trato hacia quienes el machismo considera el “sexo débil”; es un machismo de menor intensidad, desde luego, que el presente en un asesinato machista o en una violación.
Muchas actitudes masculinas perdonavidas, condescendientes, paternalistas o de defensa enfática y sobreactuada de “las mujeres” podrían encuadrarse aquí. Es evidente que estas actitudes se acercan mucho a las de algunos (supuestamente) pro-feministas (pero realmente) machistas que veíamos más arriba. (¿El machista de izquierdas converge con el antifeminista de derechas?).
Caben también, claro, las otras combinaciones: no tener noticia del feminismo y no ser particularmente machista; o –por supuesto– conocer bien el feminismo, suscribirlo de pé a pá y no tener actitudes ni opiniones machistas. No hace falta extenderse sobre estas variantes tan poco problemáticas.
He mencionado antes la consideración feminista de que lo personal es político. No es ajeno a todo este embrollo que el feminismo, a diferencia de otros movimientos sociales y políticos, apunta a ‘nuestras vidas y nuestros cuerpos’ de una forma muy directa. Cierto que la cuestión de la coherencia vital no atañe sólo al feminismo: sería muy poco serio declararse decrecentista y tener dos coches o viajar semanalmente en avión; anticapitalista y especular en bolsa; ecologista y usar sólo agua embotellada. Pero durante mucho tiempo se ha fraguado un imaginario según el cual la tarea política tenía que ver con organizar el mundo o, mejor dicho, la parte pública del mundo, y no la vida privada. Ha sido el feminismo el que ha esgrimido eslóganes como el de las compañeras latinoamericanas en los años 80 y 90 exigiendo “democracia en el país y en la casa”. O aquél otro que pedía “obrero, trabaja, no seas patrón en casa”. Ha sido el feminismo el que expresamente ha conectado lo público y lo privado como espacios, ambos, de sustancia política, poniendo de manifiesto que el poder opera también en el ámbito privado.
Este ejercicio de redefinición de lo político ha añadido complejidad al asunto. Según el enfoque feminista, susceptible de análisis político es no sólo aquello que hacemos (que puede y suele ser regulado legalmente) sino también aquello que somos, nuestra identidad y subjetividad (estrechamente vinculado con lo que hacemos pero más difícil de regular en términos legales –aunque el patriarcado se sirve de otros medios para establecer cómo-debemos-ser). Si a esto añadimos el interés trasformador que define al feminismo, se percibe con nitidez la complejidad añadida a la que me he referido: siempre es más fácil dejar de hacer que dejar de ser; también empezar a hacer algo que no habíamos hecho nunca antes es más sencillo que empezar a serlo que nunca habíamos sido: repartir en casa las tareas domésticas (cosa que cada vez hacemos más) es más fácil que dejar de ser un hombre prepotente en el trato con las mujeres. O un baboso en contextos de ligoteo. Es más fácil hablar a favor del feminismo con superioridad de macho alfa que dejar de ser un macho alfa. Es más fácil, siendo varón, disfrazarse de mujer en carnaval que ser discreto y dar un paso atrás o permanecer calladito en determinadas circunstancias en el espacio público. Es más fácil (y más vistoso) para un hombre de izquierdas heterosexual combatir de boquilla el antifeminismo expreso de la derecha que pararse a percibir (para poder combatir) el propio machismo en el trato con las mujeres o los gays. Es más fácil para algunos hombres dar lecciones de feminismo que pasar a un discreto segundo plano y aceptar que las mujeres sean las protagonistas, no (sólo) por compensar la deuda histórica –digamos– sino porque en un altísimo porcentaje, de feminismo, en general y muy a menudo en particular, ellas saben más. Bastante más, incluso. Y a veces toca callar y aprender. Y no se hunde el mundo.
Al revés de lo que sucede con el machismo, el antifeminismo es siempre explícito y no puede ser inconsciente o inadvertido para el sujeto que lo defiende. Hoy es muy raro encontrar antifeminismo explícito en la izquierda. No siempre fue así: en sus orígenes el feminismo fue descalificado por la izquierda masculina como burgués y destructor de la unidad de clase, por enfrentar a mujeres y hombres de la clase obrera y querer establecer además una alianza antinatura (decían) entre mujeres obreras y burguesas. A este respecto hay que recordar el detalle de que fueron los varones de la clase obrera quienes establecieron un pacto interclasista con los patronos acordando con ellos el salario familiar que sacaría a las obreras de la fábrica y las llevaría al hogar para encargarse de “sus labores”, o sea, de atenderlos a ellos y a su prole a cambio de manutención. Un aspecto de la historia no demasiado conocido ni difundido, estudiado, entre otras, por Heidi Hartmann y Carole Pateman.
Como digo, los varones de izquierda suelen ser hoy menos antifeministas que machistas, pero (y este es otro aspecto crucial) tenderán casi siempre a no reconocer su machismo. Sin que se trate necesariamente de una decisión consciente, les sale más a cuenta ser machistas sibilinos que antifeministas explícitos (eso es una conquista feminista: a un varón de izquierdas mostrarse explícitamente antifeminista no le sale hoy gratis ni barato, le acarrea multitud de críticas y rechazo de su entorno; y no siempre es fácil llevar eso a cuestas, por muy machomán que pueda ser el sujeto en cuestión). De forma similar, la derecha es muy a menudo machista, pero sobre todo es expresa y característicamente antifeminista (o lo ha sido hasta hace poco: a partir de ahora, el éxito de la movilización feminista va a tener como consecuencia que sea menos habitual la defensa de posiciones explícitamente antifeministas1). También la derecha reniega por lo general de su machismo, como –por cierto– de su clasismo: salvo en casos de fanatismo extremo, el machismo y el clasismo no son actitudes que los sujetos acepten con gusto de sí mismos2.
Respecto al machismo, hay otra cuestión un tanto colateral pero muy relacionada con todo esto: la tendencia (antifeminista, por cierto) que ha venido presentando al feminismo como “lo contrario del machismo”, entendiendo por tal “lo mismo que el machismo pero al revés”, de manera que serían ambos igual de odiosos e indefendibles. Obviamente, esta infundada apreciación (creo que hoy en franco retroceso) simplemente buscaba desacreditar al feminismo, aunque ha tenido que hacerlo, ojo, dando por supuesto que el machismo es sin discusión indefendible. El eslogan feminista de muchos carteles en las manifestaciones del 8M lo veía y lo contestaba con gracia: “ni michismi, ni fiminismi”. Todo el mundo debería saber ya que el feminismo no es machismo al revés, sino lucha organizada y argumentada contra el machismo. El feminismo, más que lo opuesto del machismo es lo que se opone al machismo. Matiz crucial.
‘Feminismo’ es el nombre de un planteamiento político teóricamente muy articulado y elaborado, que denuncia y busca combatir teórica y prácticamente el machismo en todas sus manifestaciones y grados. Pero también tiene y tuvo el feminismo que rebatir –sobre todo en sus inicios– los planteamientos antifeministas que pretenden cuestionarlo y acallarlo. Porque una vez que el feminismo echa a andar, el sistema de poder que llamamos patriarcado pone a trabajar toda su maquinaria de auto-legitimación para desacreditarlo; nótese, sin embargo, que lo hace básicamente por la vía de ridiculizar y deslegitimar a las feministas (que si somos feas y ese tipo de cosas tan sesudas) ya que argumentos le cuesta más encontrar.
En resumen, el feminismo se opone tanto al machismo como al antifeminismo; siempre que hay avance feminista, hay antifeminismo reactivo; machismo lo hay, haya feminismo o no, en todas partes (en la izquierda, en la derecha y en el centro, arriba y abajo, en Oriente y en Occidente, en el Norte y en el Sur, en la población paya y en la gitana, en la autóctona y en la migrante, en la familia tradicional y en la comuna hippy, en el barrio rico y en el barrio pobre, en el independentismo y en el unionismo, en el chalet adosado y en la casa okupada, en las instituciones del Estado y en los movimientos antisistema); los planteamientos expresamente antifeministas son, hoy en día, más difíciles de encontrar en la izquierda que en la derecha; en general, antifeministas hay menos –obviamente– según el feminismo va gozando de mayor éxito social3.
El feminismo, además de cosas más importantes como contribuir a humanizar la vida de todas las personas, se ha caracterizado por haber ideado eslóganes muy potentes, muy imaginativos, llenos de contenido, paradójicos muchas veces, de esos que hacen pensar un rato. A algunos de ellos me he referido ya en las líneas precedentes. Quiero mencionar uno más, para terminar: el que afirma que “no hay nada más parecido a un machista de derechas que un machista de izquierdas”. ¿De verdad todavía hay quien lo ponga en duda? Pues eso parece.
Notas:
(1) Conviene aquí, sin embargo, distinguir derecha liberal y derecha conservadora. La derecha liberal es mucho menos antifeminista que la conservadora; puede hasta suscribir expresamente alguna versión light del feminismo liberal. En cambio, la derecha conservadora (generalmente vinculada a concepciones religiosas más o menos integristas y/o fundamentalistas) tiene en el antifeminismo explícito una de sus señas de identidad, tal y como se ha podido comprobar desde el minuto cero en las declaraciones con las que el nuevo líder de la derecha española sin complejos ha ido marcado territorio. Aun así, si no estoy equivocada, ha preferido denostar lo que los Obispos y otros agentes ultraconservadores denominan “ideología de género” más que declararse en oposición frontal al feminismo con ese nombre: eso hoy le sale caro hasta a la derecha más recalcitrante.
(2) [Mínimo excursus]: tampoco el racismo, cuando es actitudinal y no programático, suele ser reconocido. Pero en la palabra “racismo” convergen lo que estoy llamando actitudinal y lo programático o doctrinario. La ultraderecha despliega actitudes y afirmaciones (doctrina, programa) racistas, aunque pocas veces dice literalmente “somos racistas” o “defendemos el racismo” (dice otras cosas como “los inmigrantes nos invaden” o “los gitanos no quieren integrarse”, ese tipo de falsedades racistas. Por seguir con la analogía: frente al “clasismo” (que es, insisto, más que un programa una actitud por lo general no reconocida y hasta re/negada) el término “anticomunismo”, en cambio, se referiría principalmente a lo que estoy llamando programático y suele ser expresa y orgullosamente defendido por la derecha.
(3) No sólo eso: a raíz del enorme éxito de las movilizaciones del último 8M, hemos asistido a una considerable proliferación a diestra y siniestra (inconcebible hace bien poco) de personas autoproclamadas feministas. Eso representa un indudable éxito del feminismo a la vez que pone de manifiesto un peligro obvio en el que ahora no voy a entrar. Por lo demás, parece que los pocos aunque ruidosos antifeministas expresos compensan su escaso número con una increíble competición por mostrarse cada cual lo más fanático y extremista posible, en una patética versión del clásico adolescente masculino “a ver quién la tiene más larga”.
Por: Teresa Maldonado es directora general de Promoción de la Igualdad y No Discriminación, Área de Políticas de Género y Diversidad del Ayuntamiento de Madrid.
Last modified: 28/08/2018