Desde que las plantas comenzaran a ser domesticadas por primera vez hace más de 12 mil años, las semillas se fueron constituyendo en el pilar fundamental de la alimentación y del desarrollo ulterior de toda la agricultura. Así fue forjándose lentamente entre los pueblos, una visión común donde las semillas, por su papel esencial y decisivo en la continuación de la vida, en las relaciones sociales y en muchos ritos religiosos, eran juzgadas como patrimonio colectivo y merecedoras por tanto, de cuidados en su reproducción, de preocupaciones por su desarrollo, difusión, uso, acceso y circulación libre y sin restricciones. Ya desde la antigüedad, las semillas formaron parte de los viajes e intercambios frecuentes que se producían entre distintos pueblos y regiones distantes. De sus vínculos, comunicaciones y hasta de los choques culturales de diversos grupos humanos, se fue difundiendo y mejorando por todo el mundo, no solo el café, el arroz, el maíz, la papa, sino otras tantas plantas alimenticias y medicinales.
Esa comprensión milenaria sobre la propiedad colectiva y universal de las semillas, comenzó a ser socavada desde el momento en que el mejoramiento moderno de vegetales, sustentado únicamente en sus métodos simples de cruzamiento y selección, se lanzó a justificar e imponer procesos de apropiación privada sobre variedades indígenas y campesinas, que se venían usando de forma libre y gratuita. Lo que costó a la humanidad mediante un trabajo paciente y prolongado, domesticar a los cultivos que conocemos hoy –muchos de los cuales al principio solo eran plantas venenosas o silvestres– termina siendo hurtado por los llamados sistemas de propiedad intelectual, donde solo basta con realizar ligeras y recientes modificaciones a un cultivo, para reclamar y disfrutar derechos de posesión monopólica sobre los mismos.
En la actualidad todos los países que forman parte de la OMC, por su adhesión obligatoria al Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos sobre Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC), así como los que han acordado tratados de libre comercio, principalmente con los Estados Unidos o se han incorporado al Convenio Internacional para la Protección de Obtenciones Vegetales de la UPOV, en algunas de sus Actas, sobre todo al contenido del Acta de 1991, decidieron reconocer legalmente con ello, las normas que en los regímenes de derechos de propiedad intelectual (DPI), conceden propiedad sobre los cultivos expresada en forma de patentes vegetales o los llamados “Derechos del Obtentor”. Desde allí se enajena lo que se suponía patrimonio común y se legitimiza un sistema industrial de despojo, basado en razones meramente comerciales y de lucro corporativo.
Fue en París a principios de diciembre de 1961, cuando un grupo de países industrializados de Europa, con la finalidad según sus declaraciones, de “proporcionar y fomentar un sistema eficaz para la protección de obtenciones vegetales”, crearon el Convenio Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales y con ello una organización intergubernamental con sede en Ginebra, Suiza, llamada la UPOV (Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales), que después de la entrada en vigencia del Convenio siete años después, ha revisado en varias ocasiones sus fundamentos y normativas sobre las concesiones al Derecho del Obtentor, para dejarlas expuestas en sus Actas del 72, 78 y 91. Al 10 de octubre de 2017, como se puede consultar en la página Web del Convenio, la UPOV cuenta con un total de 75 miembros, de los cuales solo uno sigue adherido al Acta 72 (Bélgica), mientras 17 al Acta 78 y 55 países y dos organizaciones regionales al Acta 91.
Pese a que la producción agrícola panameña no es muy significativa, para una nación donde predomina una economía basada fundamentalmente en los servicios, sus autoridades agropecuarias en todas las épocas, siempre han ponderado positivamente la incorporación de Panamá al Convenio de la UPOV. Es por ello que ya para el 23 de mayo de 1991, por medio del Acta de 1978, pasamos a formar parte de este organismo internacional de protección de derechos del fitomejorador. Con esta decisión, nuestro país no solo se dotaba de un sistema de protección comercial de variedades vegetales, seis años antes que un sistema similar le fuera exigido por la OMC, como condición para formar parte de esta organización y cumplir con el artículo 27.3 (b) del ADPIC; sino que además, recibía dos importantes prerrogativas de beneficio para los agricultores e investigadores locales, que para las naciones adheridas al Acta de 1991 de la UPOV, dejan completamente de existir.
De manera que tanto para el ámbito de la OMC, como para el Convenio de la UPOV, nuestro país adopta y respeta un sistema de protección de obtenciones vegetales, cónsono con las obligaciones que estos organismos internacionales exigen, en el mundo de la agricultura cada vez más neoliberal, cada vez más corporativizada. Así que la renuncia voluntaria de Panamá al Acta del 78 de la UPOV y de sus privilegios, para incorporarse inmediatamente a la restrictiva UPOV 91, solo porque los Estados Unidos se lo exigían en el capítulo 15, del mal llamado Tratado de Promoción Comercial entre las dos naciones, únicamente puede ser interpretada, como una de las tantas concesiones panameñas, que sin recompensa significativa alguna, se le hiciese a EU a lo largo de toda esta tratativa.
La ley 63 del 5 de octubre de 2012, que adecúa la normativa nacional de la protección de variedades vegetales, al Acta UPOV 91 y que fuera aprobada por la Asamblea de Diputados, sin ningún cuestionamiento por parte de fuerzas políticas o sectores académicos, gremiales y agrícolas, pese a que con la misma se endurecían las reglas de la propiedad intelectual en la agricultura panameña, entró en vigor el 22 de noviembre del 2012, un mes después de ser notificada a la UPOV. Con ello se apuntalaba aún más, lo que en diez desafortunadas rondas y negociado enteramente de espaldas a la población, sería el TPC Panamá-Estados Unidos, aprobado el 13 de diciembre de 2007 por nuestro país y el 13 de octubre de 2011 por el senado estadounidense.
En la exposición de motivos del proyecto que da origen a la ley 63, se esgrimen, además de la ya consabida exigencia estadounidense en el TPC sobre el Acta UPOV 91, cuatro “cambios relevantes” para la agricultura nacional, donde tres de ellos van dirigidos a beneficiar únicamente al obtentor varietal y solo uno, declara que se “garantiza que el pequeño productor no se vea afectado por los cambios en la ley”. Aquí por desconocimiento o ex profeso, el Ministro de Comercio e Industrias de ese entonces, deja de señalar que “otro cambio relevante” que su proyecto introduce, reside en la pérdida efectiva de dos privilegios agrícolas que otorgaba el Acta UPOV 78. Además, con este paso, nuestro país sacrifica sus compromisos con los Derechos del Agricultor, que están contemplados en el Tratado Internacional sobre los Recursos Fitogenéticos para la Alimentación y la Agricultura (TIRFAA) de la FAO, al que estamos adheridos desde el 2006.
Este solo hecho y el cuestionable beneficio que los cambios mencionados pueden producir en un país, donde el trabajo de obtenciones vegetales es muy pobre, se dispone de recursos muy limitados y es realizado esencialmente por solo dos instituciones públicas; demuestran que el Acta UPOV 91 y otras normas incluidas en el TPC con Estados Unidos, van dirigidas principalmente a postrar a la agricultura panameña ante las patentes vegetales y las plantas transgénicas, que con tanto énfasis promueven las grandes corporaciones de la biotecnología moderna.
Con UPOV 91 ya no solo circularán las semillas privatizadas producidas y modificadas en laboratorios o en campos de la agricultura industrial, sino que todas las plantas, ya sean silvestres, alimenticias o medicinales; lo mismo que las variedades campesinas, indígenas o comunitarias, pasan a ser susceptibles de apropiación privada en forma de propiedad intelectual. Estas consecuencias son fáciles de deducir, con solo examinar con mucho cuidado en UPOV 91, su particular definición de Obtentor, de variedad y los criterios que hacen a las semillas, nuevas, distintas, homogéneas y estables. Bajo este sistema mercantil de protección varietal, semillas que han sido utilizadas durante mucho tiempo por campesinos e indígenas, pueden ahora ser patentadas por personas naturales o jurídicas, que prohibirían su uso a todo aquel, que no goce de una autorización previa.
Los principios más ancestrales que desde milenios han orientado el desarrollo de la agricultura, como son la selección, cruzamiento y mejora de las plantas por las comunidades locales, así como las prácticas de intercambiar, usar, guardar y resembrar semillas, son claramente socavados por un sistema de protección de plantas que como la UPOV 91 –llamada también en muchos países como la ley Monsanto– ha sido diseñado para beneficio principalmente de la agricultura comercial y de los que reclaman derechos de propiedad intelectual sobre organismos vegetales. Desde aquí se apuntala un desmantelamiento progresivo de la agricultura campesina y la de los pueblos indígenas, con probabilidades de penalizar sus actividades tradicionales y con efectos visibles en una disminución del número de familias campesinas, característica muy común en la agricultura de los países de la Unión Europea y de otros muchos que han adoptado este convenio.
Por eso resulta muy lamentable que en Panamá, ninguna voz se levantara para rechazar y condenar nuestra incorporación al Acta de UPOV 1991. Ni antes ni después de la ley 63, se ha producido algún debate, sobre las implicaciones de tal paso para nuestra agricultura, para el acceso y utilización de los recursos vegetales nacionales o por las contundentes restricciones que impone sobre el “privilegio del agricultor”. Mucho menos despertó preocupación que esta Acta 91, como parte de las exigencias del TPC entre Panamá y los Estados Unidos, abra aún más las puertas para una invasión y circulación por todo el territorio nacional, de biopatentes y transgénicos agrícolas, con total independencia de lo que regule la Comisión Nacional de Bioseguridad para los OMGs, que seguramente al cabo de tres lustros desde su creación, carece de sistemas eficaces de evaluación de impacto ambiental y para la protección de la salud humana de todos los panameños.
No es cierto que con UPOV 91 se tendrán más y mejores variedades vegetales, tal como suelen afirmar sus defensores y se puede leer en muchos de los informes oficiales del Convenio UPOV. No hay nada en el texto de esta normativa, que obligue a los obtentores a entregar mejores variedades que las ya existentes. Además, es evidente que UPOV 91 va dirigido a que en corto plazo, se forme un verdadero monopolio sobre las variedades protegidas, lo que puede provocar una reducción significativa en su crecimiento numérico. Pero lo que sí resulta indudable, es que las variedades comerciales seguirán siendo incapaces de responder a los diversos, variables y complejos contextos agrícolas y climáticos, en que millones de agricultores desarrollan sus actividades.
Las prácticas tradicionales de los agricultores, lejos de restringirse o criminalizarse –como es aspiración de la agricultura comercial e industrializada de hoy, con sus variedades protegidas y patentadas– deben ser promovidas y estimuladas, principalmente las relacionadas con el intercambio libre de semillas y su recogida para las próximas cosechas, toda vez que gracias a ellas, se garantiza más del 70% de la alimentación mundial, en tan solo el 25% de la tierra cultivada; en un mundo que según la FAO, la pérdida del 75% de su biodiversidad agrícola, está asociada íntimamente a la promoción de las variedades comerciales.
Por: Pedro Rivera Ramos
Last modified: 19/02/2018