La influencia de los Estados Unidos sobre el territorio latinoamericano no es ninguna novedad, pero en los últimos años la militarización del continente con el motivo de la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado podría estar ocultando otro motivo: el aseguramiento de recursos naturales estratégicos para un país dependiente en materia energética.
Desde la década de los setenta los Estados Unidos de América han sufrido un proceso de estancamiento económico importante. A pesar de todos los esfuerzos de las nuevas Administraciones para contrarrestar los efectos del mandato de George W. Bush, la herida provocada por el ataque a las Torres Gemelas el 9 de septiembre del 2001 y los fantasmas de la crisis del 2008 parecen no haber desaparecido.
A sus bajos niveles de productividad se suman su menor participación en el PIB mundial, los déficits de su balanza comercial, la financiarización progresiva de su economía y los problemas de corrupción dentro de su sistema bancario. Todo ello permite explicar, de manera somera, cómo los EE. UU. han tenido serios problemas para mantener su hegemonía. Después de todo, el poder del país siempre ha residido en su economía; sobre ella se ha edificado su poderío militar y la influencia cultural al extender por el planeta un estilo de vida propio en el que se articulan la libertad y la riqueza material como elementos esenciales de su hegemonía.
La idea de un mundo unipolar en donde EE. UU. es el líder absoluto e indiscutible comienza a cuestionarse con la aparición de nuevos y desafiantes actores en el panorama internacional. Tanto la Unión Europea como los tigres asiáticos representan una amenaza constante para el Gobierno estadounidense, que cada vez tiene más dificultades a la hora de dictar las reglas en el mundo. A esto se suma la presencia de países como Brasil, Rusia, India y China, que intentan hacer un grupo económico de contrapeso frente a los Estados Unidos.
Asimismo, el impacto de la crisis económica de 2008 no tuvo precedentes: provocó la caída de varias instituciones bancarias y financieras consideradas “demasiado grandes para fracasar”. El atentado sufrido el 11S ya había significado un duro golpe para un país que se pensaba invulnerable ante las amenazas externas. Fue después del ataque cuando se dio un aumento explosivo del gasto en defensa y en investigación y desarrollo para el estudio de nuevas soluciones tecnológicas con que enfrentar la amenaza, en detrimento del gasto otrora dedicado al desarrollo social del país. El problema de la crisis financiera también contribuyó al empobrecimiento de la clase media y obligó al Gobierno a tomar medidas drásticas tanto en el interior como al exterior.
Otra de las características principales de esta nueva situación comprometida es que ocurrió en el marco de lacrisis energética. Esta se encuentra estrechamente relacionada con el agotamiento de recursos naturales estratégicos, como el agua, los minerales y el petróleo, que pasan a convertirse en un asunto de seguridad nacional y, por ende, vinculados a las fuertes políticas de militarización que ha ejecutado el Gobierno estadounidense a lo largo y ancho del planeta a través de la creación de iniciativas como la Doctrina de Seguridad Nacional.
La seguridad nacional después del 11S
Con la intención de resolver sus problemas económicos y de seguridad, el Gobierno de EE. UU. se encargó de diseñar dos documentos. El primero, producido por iniciativa de un grupo neoconservador organizado en el año 2000 alrededor del Proyecto para el Nuevo Siglo Estadounidense, planteaba preservar la pax americana recurriendo a misiones militares que garantizaran asegurar y ampliar las regiones “democráticas y pacíficas”, desalentando el surgimiento de nuevas potencias rivales y defendiendo regiones claves, entre otras medidas, por lo que se hizo necesario fortalecer la red de bases militares en todo el mundo, incluyendo América Latina y el Caribe.
En el segundo documento se establecían objetivos como fortalecer las alianzas para derrotar al terrorismo mundial, trabajar para prevenir ataques en contra del país y sus aliados, desactivar los conflictos regionales, emprender una nueva era de crecimiento económico mundial a través de mercados libres y el libre comercio y transformar las instituciones de seguridad nacional de EE. UU. para enfrentar los retos y oportunidades del siglo XXI.
Ambos documentos se convirtieron en ejes fundamentales de la Administración estadounidense para América Latina, una región señalada por el discurso gubernamental oficial como no prioritaria —al menos en el campo de la inversión y el comercio— frente a Asia y Europa—, pero en la que hubo un incremento exponencial de presencia militar estadounidense.
Gran parte de estos recursos son destinados a incrementar la seguridad nacional interna, pero sobre todo el poder del Departamento de Defensa y las Fuerzas Armadas en la asignación de recursos para programas de corta duración que influyen sobre cuestiones de control democrático y fortalecimiento de capacidades civiles. Por lo tanto, todo parece indicar que Latinoamérica tiene una fuerte relevancia para los EE. UU., pero, si no es comercial ni de inversión, ¿en qué radica esta importancia?
Una Historia de dominio
El empeño estadounidense de erigirse como fuerza imperialista dominante en Latinoamérica no es ninguna novedad; en realidad, se trata de un fenómeno que viene sucediendo desde finales de 1823 con la creación de la doctrina Monroe. En ese documento, el país recién independizado estableció que América era para los americanos —del norte—, en referencia a que no permitirían que los europeos volviesen a entrometerse en la región.
Este intento por establecer su supremacía en el continente se confirmó años más tarde con el “destino manifiesto”, basado en la creencia de un pueblo elegido por Dios —el de las trece colonias— como aquel destinado a garantizar la libertad y democracia para todas las naciones del continente y el mundo. En otras palabras, se trataba de una ideología cuyo objetivo era justificar los intentos de expansión geográfica y política de EE. UU. De ahí la anexión de la mitad del territorio mexicano durante el siglo XIX, la compra de Alaska, el control de Cuba por medio de la enmienda Platt o la conversión de Puerto Rico en un Estado libremente asociado.
El siglo XX fue testigo de las incursiones estadounidenses en Latinoamérica a través de las políticas del “gran garrote” y el “buen vecino”, la Alianza para el Progreso y la Organización de los Estados Americanos (OEA). Así, durante la Guerra Fría, el Gobierno de EE. UU. financió campañas políticas y golpes de Estado para derrocar a Gobiernos democráticos bajo la excusa de proteger a América Latina del comunismo. En este contexto, durante la Conferencia Internacional de los Estados Americanos de 1954, la OEA declaró que la actividad comunista constituía una intervención en los asuntos internos americanos y que la instalación de un régimen de esta naturaleza implicaba una amenaza al sistema.
Con el fin de la Guerra Fría y la consiguiente desaparición de la amenaza comunista, Estados Unidos se quedó sin argumentos para mantener su política intervencionista en el continente hasta 1992, año en que se aprobó el Protocolo de Washington, en el cual quedó delimitada una nueva forma de autoritarismo político, económico y militar que establecía la democracia representativa como la única forma de Gobierno legítima en América Latina, la creación del Área de Libre Comercio de las Américas y el aumento de la presencia militar directa de EE. UU. en la región, lo que permitió una profundización de su presencia económica y política, así como una mejor vigilancia de la democracia, la regulación migratoria, el tráfico de drogas y la lucha contra el terrorismo.
¿La clave son los recursos?
Uno de los problemas más acuciantes de Estados Unidos está relacionado con el agotamiento de sus recursos naturales estratégicos y la dependencia que esto le ocasiona frente a otros países en el mercado internacional. Si nos atenemos específicamente al petróleo, se puede apreciar inmediatamente la gravedad del problema: la superpotencia es el mayor consumidor mundial de este recurso y aproximadamente el 50% de todo el petróleo bruto que importa proviene de países latinoamericanos y caribeños, como Ecuador, Brasil, Trinidad y Tobago, Argentina, México y Venezuela, lo que refleja una fuerte dependencia en materia petrolera. Es conveniente recordar que el continente americano es el poseedor del 24% de las reservas mundiales de este recurso y que Venezuela posee la segunda reserva comprobada de petróleo más grande del planeta, solamente por detrás de Canadá.
Incluso si se consideran fuentes energéticas alternativas como los biocombustibles, la dependencia sigue sin superarse. Estados Unidos, a pesar de ser el mayor productor de etanol en el mundo, es menos eficiente que Brasil, su competidor más cercano, por lo que también se ve en la necesidad de importar dicho producto, de modo que también es el mayor importador de biocombustibles del planeta.
Frente a este problema, Washington tiene mucho por qué preocuparse, sobre todo en la coyuntura actual, en la que los países latinoamericanos comienzan a expresar su preocupación y defender sus recursos naturales con más frecuencia. Venezuela es un ejemplo de ello; basta recordar que Chávez amenazó en diferentes ocasiones con cortar el suministro de petróleo a la nación del norte. Otros ejemplos muy próximos los encontramos en la Bolivia de Evo Morales, quien nacionalizó diversas empresas explotadoras de gas en 2006, y el Ecuador de Rafael Correa, que litigó contra las empresas petroleras estadounidenses que dañaban el medio ambiente y no querían someterse al nuevo régimen de ganancias extraordinarias.
Esta preocupación fue incluso mencionada en 2006 por el subcomité estadounidense de Recursos Energéticos Nacionales al señalar que el país corría el riesgo de ser cercado por Irán, Venezuela, Rusia, Nigeria y Bolivia, de manera que no pudiera contar con el uso de la energía como arma. Por ello, a principios del siglo XXI, muchas empresas estadounidenses vieron sus activos reducidos a la mitad como resultado del nacionalismo energético, así como la decadencia de su influencia en la medida en que los países latinoamericanos iban creciendo.
Por si fuera poco, China e India comenzaron a demandar cada vez más recursos energéticos para sostener su crecimiento, lo que dificultó aún más la competencia por estos derivados en el mercado mundial. Un ejemplo de ello ocurrió en 2005 cuando los Gobiernos chino y venezolano firmaron acuerdos para la explotación de gas y petróleo. La potencia asiática firmó convenios similares con países como Brasil, Ecuador, Bolivia, Perú, Colombia, Cuba y Argentina, con lo que incrementaba su presencia en la región.
No obstante, el petróleo no es lo único que le interesa a los EE. UU. América Latina cuenta con otros recursos imprescindibles, como el agua y una larga lista de minerales, muchos de ellos estratégicos e inexistentes en el territorio de la superpotencia del norte, así como una biodiversidad inmensa llena de bondades aún por descubrir.
Militarizando el continente
En el contexto de las nuevas formas de dominación estadounidense en América Latina por medio de la Doctrina de Seguridad Nacional, también se pueden encontrar el daño medioambiental, la inmigración ilegal y el tráfico de drogas, que dividen la región de formas dispares: los problemas ambientales se centran en los países que comparten la Amazonia, el narcotráfico en los de la región andina y los migratorios en América central, principalmente —aunque el país más afectado en los tres casos es México—.
En todos ellos se pueden detectar operaciones gestionadas desde la Casa Blanca con el único objetivo de proteger sus intereses. Ejemplo de dicha situación lo encontramos en Brasil, que, temiendo perder soberanía sobre su territorio amazónico, asumió un rol destacado en la política ambiental mundial mediante la instalación de un inmenso Sistema de Vigilancia de la Amazonia (Sivam). En 2001 salió a la luz que la empresa estadounidense ganadora de la licitación para instalar los equipos de monitoreo fue ayudada por la red de espionaje Echelon, lo cual evidencia la manipulación ejercida para controlar una de las áreas más ricas en biodiversidad y recursos del planeta.
En otros países, sobre todo aquellos vinculados a la producción de drogas, esa manipulación ha sido cada vez más evidente y ha tenido un profundo carácter militar. Muestra de ello es que, desde finales de los ochenta, Bolivia, Colombia y Perú involucraron a sus ejércitos en operaciones antinarcóticos con entrenamiento y asistencia del Gobierno de Estados Unidos, lo que a la postre marcaría la llegada del Plan Colombia, que facilita la entrada de tropas estadounidenses bajo el pretexto de combatir al narcotráfico.
La elección del territorio colombiano para su implementación no fue al azar, ya que esta nación se encuentra en el corazón de la que probablemente sea la cuenca petrolera más importante del mundo, la venezolana, y con balcón sobre la Amazonia, la mayor reserva vegetal y acuífera del planeta, lo que lo convierte en un punto geoestratégico de gran relevancia.
Por su parte, México firmó un documento similar al colombiano conocido como Iniciativa Mérida, que amplía la frontera estadounidense hasta el sur de dicho país para detener con fuerzas de seguridad mexicanas el tránsito de inmigrantes centroamericanos, así como luchar la guerra contra el narcotráfico inaugurada durante el mandato del presidente mexicano Felipe Calderón.
Después de los ataques del 11S se percibió un impacto mucho más visible en las relaciones de seguridad —militares y civiles— entre Washington y América Latina. Bajo esta tónica, EE. UU. llegó a señalar que un tercio de los grupos terroristas diseminados alrededor del mundo operaban dentro de la región y que ello implicaba un peligro para su país, lo que dio como resultado la aplicación de múltiples estrategias para interrumpir el mercado de drogas.
Posteriormente, estas declaraciones servirían como justificación para la reactivación de la IV Flota estadounidense, inactiva desde finales de la II Guerra Mundial, algo que su Marina consideró un reconocimiento de la inmensa importancia de la seguridad marítima del sur del continente y una forma de enviar señales poderosas a toda la sociedad civil y marítima de Latinoamérica.
Bajo vigilancia permanente
Estados Unidos siempre ha procurado ejercer un rol importante en el mundo desde que se independizó como país. Por su parte, América Latina ha sido desde siempre uno de los blancos favoritos de esta nación para llevar a cabo experimentos económicos, políticos y sociales. Entendido de esta manera, el militarismo actual no sería más que otra manifestación de la política imperialista de los EE. UU. sobre el continente, agravado quizás por su proximidad geográfica, pero sobre todo por la emergencia de los recursos naturales.
Los problemas económicos de EE. UU. han venido aumentando en los últimos años, lo que acarrea una pérdida de influencia en el mundo entero. Tanto la Doctrina de Seguridad Nacional como la Iniciativa Mérida, el Plan Colombia y la reactivación de la IV Flota se revelan como intentos por recuperar su otrora hegemónico poder sobre la región y garantizar el flujo de recursos naturales estratégicos.
En un contexto en el que no hay más lucha política contra el comunismo, los recursos naturales pueden servir para justificar la creciente militarización de América Latina. Al contrario de lo que indican los dos documentos concernientes a la seguridad nacional de EE. UU., la presencia de 39 bases militares y 46 bases itinerantes hace pensar que la región es más prioritaria de lo que parece.
Aunque los estadounidenses han perdido su capacidad para controlar a través del consenso los designios de las naciones latinoamericanas, esto no significa que se hayan retirado plácidamente. Estados Unidos perdió mucha de su capacidad política dentro de la región, pero también ha ganado presencia militar. Pareciera como si intentara sustituir el consenso de otros años por la violencia, algo que en última instancia puede resultar muy peligroso para los habitantes de América Latina.
Por: Por Roberto Ryder López. Economista con estudios en Filosofía y Máster en Estudios Latinoamericanos por el Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca. Especialista en geopolítica y geoeconomía de América Latina. Twitter: @robryder88
Last modified: 28/01/2018